Como ya he mencionado anteriormente en alguna otra entrada, desde
mi punto de vista, la mejor manera de conocer la sociedad de un país es a
través de sus mercados, así que es de los primeros lugares que intento visitar
cuando viajo. Si además se recorre con un local, el resultado es doblemente
enriquecedor.
Tenemos la suerte de contar con un cocinero, Turky, que se
entusiasma hasta con el paso de una mosca, así que cuando por la mañana le anuncié
que ese día iría con él, no cabía en sí de la emoción.
El mercado de Abs no es muy grande, y parece encontrarse en
una plaza cuadrada, aunque en realidad apenas hay edificios alrededor. Lo
caótico de su organización da la impresión de que los puestos se colocan unos
sobre otros, lo cual impide ver más allá. Sin embargo, a medida que uno va familiarizándose
con el lugar, y recorre todos los rincones, empieza a entender su lógica: a un
lado los carniceros de animales grades, cuyos bichos cuelgan altos para
facilitar su despiece. A otro lado los vendedores de pollo, detrás de cuyas
mesas se encuentran las gallinas encerradas, esperando a ser degolladas tras la
demanda del cliente de turno. Luego, en medio, todo lo demás.
Los vendedores de frutas y verduras construyen sus puestos
de manera diagonal para alcanzar así fácilmente cualquiera de los productos que
ponen a la venta. Están situados físicamente por encima del resto de
vendedores, lo que les aporta un cierto poderío que se aprecia desde lejos. A
estos se le pegan, como setas y a un nivel menos elevado, vendedores
escurridizos, que hacen uso de una mesa diminuta para colocar algún producto
extra. A un nivel aún más bajo, tirados por el suelo, se encuentran vendedores
de objetos indeterminados. La amplitud del espacio que ocupan no alcanza más de
un metro. De manera salteada están
también vendedores de un único producto, como por ejemplo plátanos, o pan.
Éstos ocupan aún menos espacio, y
generalmente están de pié, charlando entre ellos.
Por último están las tiendas convencionales; estructuras de
cemento, situadas en la entrada de la plaza. Cuando uno se introduce en una de
ellas, agradece tener claro lo que venía buscando pues estanterías repletas de
infinidad de productos en bolsas, cuencos de plástico, cartones, sacos de tela,
latas… llenan todas las paredes de manera que una gran capa de polvo y vejez
impide ver lo que contienen. Por tanto, ir para ver qué se te ocurre comprar es
algo que no tiene ni la más mínima lógica en este contexto.
Desde el punto de vista social, el mercado destaca por la
ausencia de mujeres, tanto para comprar como para vender (de ahí las miradas de
curiosidad que recibí a lo largo de mi visita). El mercado está repleto de
hombres y niños, y algunas niñas. Niños son los que venden y degüellan los
pollos, hombres los que cortan la carne grande, y también los que venden las
verduras y la fruta. Otros niños parecen estar de paso, juegan entre ellos,
esperan recibir algo de comida que llevar a casa, o ayudan a cargar para ganarse
unas perrillas.
Aquí, el precio, como en todos los mercados abiertos de los
países musulmanes que he visitado, es negociable, sobre todo si eres
occidental. Me gusta este juego, pero no tuve la oportunidad de entrar en él en
esta ocasión, ya que para eso estaba Turky. Pude percibir en él cierto malestar
en más de una ocasión, pues su inocencia casi infantil le impedía entender que
sólo por el hecho de venir acompañado de una occidental, los precios podían
aumentar de pronto y de manera tan descarada.
Finalmente, fuera del mercado y a lo largo de la carretera
que cruza todo el poblado, se pueden encontrar tiendas de todo tipo, tanto
dentro como fuera de un edificio. Aquí, cada vendedor encuentra su espacio para
dar salida a sus productos, sin ninguna lógica u orden específico: colchones,
sandías, tomates, pañuelos, zapatos…
El mercado y las tiendas, son el lugar de encuentro e
intercambio. Es aquí donde la vida pública se desarrolla. Como para las mujeres
son los baños, aquí ellos parecen no seguir las normas estrictas y de seriedad
extrema que les impone la religión. Aquí se muestran relajados, alegres y
despreocupados. Me pregunto si será precisamente por ello que, en muchos
lugares, se convierten en el objetivo de extremistas islamistas, que no pueden
entender una vida espiritual y de gozo al mismo tiempo.
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