jueves, 28 de enero de 2016

La loca economía de un país al borde de la guerra

Como responsable, entre otras cosas, de los asuntos financieros en el proyecto que desarrollamos en Yambio, una de mis funciones es hacer el seguimiento de la evolución de los precios en el mercado, especialmente en un contexto de inestabilidad como el que se vive en Sudán del Sur. Esto es importante por dos razones; Primero, porque nuestro proyecto funciona en base a un presupuesto anual preestablecido y determinado según la tasa de cambio en el país. De manera que, si el coste de los productos aumenta o se produce una variación en la tasa de cambio, nuestro presupuesto se verá afectado directamente. El segundo motivo tiene que ver con el pago de los salarios de los trabajadores nacionales. Éste se hacía, hasta el verano pasado, en South Sudanese Pounds (SSP), la moneda local, pero cuando el precio de los productos comenzó a subir en la misma proporción en que se devaluaba la moneda local respecto al dólar, los trabajadores demandaron cobrar su salario en dólares, lo cual se hizo de manera excepcional y temporal, esperando que la situación volviera a su cauce más adelante.

Cuando llegué a Sudán del Sur, la tasa oficial de cambio de la moneda local era de 3.1 SSP por cada USD, y de 18 SSP en el mercado negro. Obviamente, todo el que tuviera dólares, iba a cambiarlo al mercado negro. Para evitar este vacío de dólares en el banco, y animar a hacer el cambio en el banco en lugar de en el mercado negro, el gobierno decidió, hace tan solo unas semanas, equiparar su tasa de cambio con la del mercado negro. Así que ahora, aunque las variaciones se producen a la velocidad del rayo y sin ninguna garantía de estabilidad, la tasa de cambio oficial está a 18 SSP. No voy a entrar en detalles económicos para no dificultar la comprensión de lo esencial, pero no está de más decir que un aumento del precio de los productos, especialmente de las materias primas, y de la devaluación de la moneda local, tienen una repercusión nefasta a corto plazo en las familias que no tienen dólares, pues sus SSP valen muy poco y les supondrá un gran esfuerzo acceder a productos de necesidad básica, cuyo precio no deja de aumentar. A medio plazo, esto puede desembocar en una mayor delincuencia y en robos, añadiendo más tensión a la ya existente.

Por otro lado, decidir pagar salarios en dólares, no supone necesariamente una garantía de que los trabajadores podrán cobrarlo. En Yambio existen únicamente dos bancos, y su servicio no resulta todo lo seguro que cabría esperar. Sólo uno de ellos cuenta con dólares, pero como éstos vienen de la capital y las reservas en el país son escasas e inestables, a veces no llegan en las cantidades necesarias. La escasez de dólares en el banco puede deberse, como decía, a que la gente que dispone de esta moneda, prefiere cambiarla a la moneda local en el mercado negro en lugar de ingresarlos en el banco, pero además, como lo único que el país puede exportar, el petróleo (cuyo valor ya de por sí es bajo respecto a meses atrás), está en zona de conflicto, su venta se ve limitada, y por tanto también la entrada de la preciada moneda.

Aunque ayuda que organizaciones internacionales, como la nuestra, estén inyectando de manera periódica, dólares en el banco con el fin poder efectuar nuestro trabajo (y también para pagar los salarios), no son una garantía de accesibilidad pues el banco puede decidir restringir las cantidades retiradas o limitarlas temporalmente por los motivos que comentaba arriba. Además se suman otras cuestiones como la seguridad, que puede llevar a cerrar un banco de manera indefinida.

Todos estos retos, al final, encuentran la manera de ser superados, al menos hasta ahora, gracias a la larga experiencia de la organización en contextos de necesidad humanitaria, pero también es verdad que están abiertos a un continuo a debate. Primero, porque el aumento de la cantidad de dólares en manos del personal administrativo, que suple temporalmente las deficiencias del banco, supone un riesgo para el propio personal, y segundo, por motivos éticos, pues en cierta manera promueve la circulación de dólares frente a la moneda local, contribuyendo a su devaluación.

Afortunadamente, este debate se abre con frecuencia y permite adaptarse a las necesidades, modificando, si las circunstancias lo permiten, la manera de operar para evitar contribuir a la ya deteriorada economía del país, pero actuando en favor de los trabajadores y por sus derechos a recibir los salarios en el momento correspondiente.

lunes, 25 de enero de 2016

Cuando llegas a acostumbrarte al sonido de los disparos

Dicen que los humanitarios, con el tiempo, se vuelven frívolos. Sin embargo, no lo llamaría tanto frivolidad sino, por un lado, sentido de supervivencia (a lo que cualquier persona se agarraría bajo un contexto de violencia, incertidumbre e imprevisibilidad constante) y por otro, relativismo, pues la vara que mide la gravedad de los problemas se ve de pronto recalibrada por baremos diferentes.

A veces,  sólo cuando Google me envía el resumen de noticias sobre Sudán del Sur, soy consciente de que estoy trabajando en un país en guerra. Es obvio, si no, no estaríamos aquí. Sin embargo, cuando tu día a día se desarrolla en este entorno y tú intentas llevar una vida mínimamente normal, el concepto de guerra no está permanentemente en tu cabeza, al igual que no lo está en la cabeza de las personas con las cuales trabajamos. Es imposible vivir en constante alerta, y la mejor manera de salir adelante es ocupándote de los asuntos cotidianos, con toda la normalidad que te permitan las circunstancias.

Llega un momento en el que, en determinados contextos, uno se acaba acostumbrando incluso al sonido de los disparos, de manera que, sabiendo que no somos objetivo, dejan de crear la inquietud y el malestar que se sentía al principio. Esto puede parecer una locura pero, de nuevo, se trata de una adaptación a la realidad, muy alejada de aquella a la que estamos habituados cuando vivimos en un contexto de paz.

También forma parte del “sentido de supervivencia” el pensar a nivel local y no global. Desde este fin de semana, numerosos medios internacionales informaban sobre cómo las esperanzas de consolidación del proceso de paz en Sudán del Sur parecen estar diluyéndose por falta de acuerdo entre los principales líderes. La imagen que se obtiene cuando se mira desde fuera es entonces la de una generalización aplicada a todos los rincones del país. Pero cuando trabajas a nivel local, vives enfocado en tu proyecto, haciendo todo lo posible para que éste salga adelante, pues si lo haces a nivel global, la frustración acaba apoderándose de la motivación.

Un baremo que sin embargo sí produce un efecto directo en los que trabajamos en el terreno, es el que resulta de interactuar con los locales. Por ejemplo, no dejaré de admirar su capacidad de recuperación ante acontecimientos violentos, pero se le cae a uno el alma al suelo cuando el conflicto se reactiva y sus caras reflejan la inquietud, frustración y agotamiento acumulados. Este es realmente uno de los indicadores que más puede afectar a un trabajador humanitario, pues es un choque frontal con la realidad, de que las cosas no están bien. Entonces uno tiene que sacar fuerza de dentro, para no dejarse llevar por las emociones, y poder continuar con el trabajo con toda la energía que se requiere.  

Algo parecido me sucedió hoy cuando Michael, mi asistente, me informaba que había sacado todo el dinero del banco, al igual que otra mucha gente, por temor a perderlo todo. Hasta ahora, el banco era el lugar más seguro, o desde luego, mucho más seguro que tenerlo en una casa de la que tienes que salir corriendo cada vez que se oyen disparos. Así que una medida tan extrema como esa, es una clara señal sobre lo que muy probablemente acabe ocurriendo tarde o temprano. Entonces sí, te das cuenta que efectivamente, trabajas en un país en guerra.

martes, 12 de enero de 2016

Konyo Konyo

Este es el nombre con el que se conoce el mercado principal de Juba, capital de Sudán del Sur, provocando automáticamente sonrisas pícaras entre los hispanohablantes que pasamos por aquí cada vez que se le menciona. Y se le menciona a menudo, teniendo en cuenta que es el centro de la capital y donde todo sucede.

En Juba me ha tocado establecerme una semana. Ya temía que esto sucediera cuando, el día antes de partir de Yambio para comenzar mi semana de vacaciones, y debido a un desagradable incidente, las mujeres de nuestro compound fuimos evacuadas hacia el de UNICEF. Al día siguiente seríamos evacuadas a Juba pero, como decía, yo comenzaba mis vacaciones, librándome por tanto de pasar más de un día en la temida capital.

Sin embargo, ya de vuelta y diez días después de mi partida, la evacuación en Juba sigue vigente, por lo que al final no he podido evitar “sufrirla”.  

Juba, visto desde la avioneta
Debo ser un animal de pueblo pues pocos comparten mi fobia por esta ciudad. Excepto el entretenimiento que ofrece el aeropuerto con el ir y venir del personal humanitario mezcladas con la gente provenientes de diferentes partes del país, cada uno con sus vestimentas y rasgos típicos de su región, Juba me parece fea, polvorienta, calurosa, agresiva, grande y nada acogedora, por lo que no puedo entender el “atractivo” que muchos expatriados encuentran en ella.

Escribo “atractivo” entre comillas pues aquí entra en juego lo relativo de las cosas. Me cuesta creer que les guste esta ciudad, por muy humanitarios que sean, pero comprendo que, viniendo de un lugar como Yambio o Malakal, Juba es lo más cercano a una ciudad occidental, con un cierto aire cosmopolita que dan los cerca de 2.000 extranjeros empleados por las organizaciones internacionales y con los que uno se cruza a menudo en los restaurantes y piscinas de las zonas más seguras.

Sin embargo, y volviendo al relativismo, si uno viaja desde Juba a Kampala (capital de Uganda), ésta última se convierte entonces en la ciudad más civilizada y avanzada del mundo, y si continuamos el viaje y desembarcamos en Estambul, ésta le toma el relevo, lo mismo que si luego vamos a Nueva York. Entonces uno mira atrás, hacia Juba, y no puede más que reírse de sí mismo al haber encontrado la ciudad, en un momento determinado, moderna.

Centro comercial de Entebbe, Uganda
Al comenzar mis vacaciones en Uganda, me salté Juba, y también Kampala que, como cualquier otra capital africana, no escapa al tráfico descontrolado, al ruido y al caos general. Aterricé directamente en Entebbe, junto al Lago Victoria. Como muchos al salir de Sudán del Sur, me sorprendí gratamente con lo que allí encontré. Conscientes de la importancia de la imagen de un aeropuerto como puerta de entrada a todo un país, el de Entebbe está admirablemente trabajado. No daba crédito cuando me informaron que contaba con acceso gratuito a la red pública de wifi. Ya en la ciudad, debo admitir que uno de los primeros lugares que visité fue el supermercado. Allí, cual animalillo recién salido de la selva, pasé cerca de una hora recorriéndome los pasillos y mirando con alucinación la variedad de productos en cada estantería, como si de piezas de museo se trataran.

Chiringuito a orillas del Lago Victoria. Entebbe, Uganda
El retorno a Juba, desde un lugar en el que además se ha disfrutado de una absoluta libertad para pasear por cualquier lado, montar como copiloto en motos para acceder a los lugares más alejados, sentarse en una terraza frente a la belleza del lago, dejándose llevar por la imprevisibilidad de los acontecimientos no planificados… todo, sin estar mirando el reloj para evitar romper el toque de queda y sin la obligación de informar de cada movimiento, es indescriptiblemente duro.

Es por ello que espero ansiosa salir de Juba y volver al field, donde, aunque las restricciones son parecidas, la variedad de actividades lúdico-festivas se reducen hasta la casi inexistencia, y las comodidades personales son considerablemente limitadas, se cuenta al menos con la gratificación de trabajar en contacto con los beneficiarios, en un entorno natural a menudo incomparable y donde, a falta de alternativas, se saca el máximo partido de las cosas más insignificantes.