viernes, 30 de octubre de 2015

Un mundo de supervivencia

Al poco de llegar a Sudán del Sur, a una zona no directamente afectada por la guerra civil pero sí por las consecuencias de un estado militarizado, con múltiples grupos armados y una situación económica cerca de la bancarrota,  me invadió un fuerte sentimiento de impotencia de cara a su población. En este contexto de violencia e inestabilidad, el desarrollo de un modo de vida “a lo occidental”, en el que uno pueda construir planes y crearse ilusiones a largo plazo, es algo que está muy lejos de la realidad. El día a día en un contexto como éste, se desarrolla bajo una inquietud permanente y amenazas constantes. Bien porque un día entren en tu casa y te obliguen a unirte a una guerrilla o, por el peligro que corres al dar a luz (Sudán de Sur tiene la tasa más alta del mundo en mortalidad materna), si vivirás para disfrutar de ese nacimiento, o si, al cumplir los 12 años, podrás seguir en la escuela o si por el contrario deberás dejarla para casarte con el hombre que te ha comprado, si podrás recuperar los ahorros que poco a poco has ido depositando en el banco, si éstos tendrán valor en un mercado donde la moneda no para de devaluarse….

Por otro lado, esta sensación, no de “vivencia” sino de supervivencia, le acaba afectando a uno de manera inevitable en el terreno personal. Partiendo de que las condiciones son ya de por sí difíciles, si la comparamos con la vida occidental a la que estamos acostumbrados, existe además la incertidumbre propia del contexto. Sabes que hoy podrás trabajar, pero tu trabajo dependerá del desarrollo de los acontecimientos, o incluso algo más simple, de tu conexión a internet o de la disponibilidad de vuelos que te conecten con la capital. Sabes que hoy podrás comer tal o cual, pero mañana, tal o cual producto no llegará a tus manos porque las carreteras se vuelven inaccesibles por la aparición de ataques de guerrillas nuevas, de las que hasta ahora no habías oído hablar. Sabes que hoy podrás ir a tomarte una cerveza en tu rincón favorito del pueblo, pero mañana, un toque de queda impuesto por el gobierno local, podría impedírtelo. Sabes que hoy esta persona está aquí, pero mañana puede dejar de venir, por múltiples motivos.

Es, como digo, un mundo de supervivencia, pero también de soledad pues aunque puedes pensar que tus problemas son angustiosos y sentir la necesidad de compartirlo, sabes que cada una de las personas que están a tu alrededor, sufren la misma angustia, y el tuyo, es solo uno más, y con él debes aprender a sobrevivir para evitar además un sentimiento de culpabilidad. Y aprendes a minimizar tus problemas cuando observas que aquí, realmente, solo eres uno más, y además, alguien insignificante de cara a los que te ven pasar, pues por delante de ellos han pasado muchos otros con sus muchas singularidades.

Pero entonces, ¿qué motor te empuja a hacer esto? Es una pregunta que considero, personalmente, difícil de responder. Ésta puede variar según te la planteen antes de partir, una vez en terreno, o a la vuelta (a lo que aún no he llegado). Inicialmente, las motivaciones son infinitas. Por supuesto, y la más fuerte, poder hacer algo por cambiar el mundo, por muy insignificante que sea. También lavar la conciencia; siempre he pensado que nacer donde he nacido es una cuestión de suerte y no de mérito y que por tanto debía dar algo a cambio a los que no han tenido esa suerte. Además está la motivación por viajar, conocer culturas y gente nueva con la que compartes puntos de vista, descubrir, aprender…

Una vez en terreno, entran en juego otros sentimientos que pueden hacer tambalear las motivaciones iniciales que mencionaba arriba. La frustración o la soledad llegan a hacértelo pasar mal en determinados momentos, así que comienza una lucha interior para que éstos no monopolicen al resto. Una mezcla de auto superación mezclada con la búsqueda de incentivos externos y objetividad para no olvidar lo que te trajo aquí, son la receta mágica para no dejarse vencer por los sentimientos negativos. 

Pero sobre todo, y volviendo al inicio, el hecho de que, a pesar de todas las tremendas dificultades a las que esta población debe enfrentarse diariamente, ésta no deje de luchar por seguir adelante, incluso partiendo desde cero cada vez, le llenan a uno de energía suficiente para no tirar la toalla aún en los momentos más difíciles.

lunes, 5 de octubre de 2015

El tiempo africano en un compound de Sudán del Sur

Este es un factor importante para entender el día a día viviendo y trabajando en un contexto de ayuda humanitaria en un compound del sur de Sudán del Sur. En otras circunstancias, vivir en un recinto cerrado en el que el tiempo que lleva ir de la cama a la oficina es de solamente 1 minuto, puede resultar un tormento. Pero esto es África, y aquí todo se siente como en una película que avanza a cámara lenta, sin prisas y sin estrés. Sentarse en una silla sin hacer absolutamente nada más que observar una rama balancearse por el viento, puede entenderse como una técnica de meditación forzada en un país occidental. Pero aquí, esto se hace sin propósito previo. El entorno y su ritmo simplemente te animan a ello de forma natural, de manera que pareces estar en permanente meditación, sin ni siquiera reparar en ello.

En un capítulo del libro Ébano, Richard Kapuscinsky explica muy bien el sentido del tiempo. En relación a éste, dice “El europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo: no puede existir fuera de ellos…”. Sin embargo, para los africanos “el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la forma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso…”.

En el compound conviven una mezcla de ambas culturas, de manera que se respeta el horario laboral (de 8h a 17h) pero fuera de éste, uno vive en constante meditación.

Las horas fuera del trabajo se matan leyendo, viendo una película, charlando con los compañeros, escribiendo, haciendo ejercicio,… pero sin demasiada prisa, ya que el calor y la humedad no te lo permitirían. Han pasado casi dos semanas desde que llegué y hasta ahora no me ha costado trabajo amoldarme a este ritmo, considero incluso un privilegio el poder disfrutar de tiempo para mi, teniendo en cuenta lo que escasea allá.

Aunque esta región, antes de agosto, era un “paraíso” en el que los trabajadores de ayuda humanitaria podían salir y caminar libremente sin prácticamente límite de horario, la situación cambió drásticamente tras un incidente que desembocó en muertos y un toque de queda para toda la población. Como consecuencia, en nuestra organización, por motivos de seguridad, no nos está permitido estar fuera del compound más allá de las 17h (hora a la que terminamos de trabajar, cuando la carga de trabajo no es excesiva). Los fines de semana podemos salir de día pero sólo en coche y en ciertas zonas. Y también, según esté la situación.

Tras terminar de trabajar, hacer algún ejercicio como correr, es tarea casi obligatoria si uno quiere mantenerse en forma, tanto física como mentalmente. Teniendo en cuenta que el compound tiene una extensión aproximada de 200 metros cuadrados, el número de vueltas que hay que dar pueden incluso llegar a marear.

Después viene la ducha y luego, la cena. Si antes el momento de la comida podía resultarme monótono y predecible, aquí es uno de los más emocionantes pues la variedad de productos es tan grande y las maneras de cocinarlos tan variada que nunca sabes con qué plato te sorprenderán las cocineras. Una noche, por ejemplo, me llevé una grata sorpresa al abrir la cazuela y encontrarme con una deliciosa tortilla de patatas que nada tenía que envidiarle a la de los bares españoles. Las cocineras son locales pero obviamente algún/a simpático/a español/a le había transmitido sus conocimientos culinarios en algún momento de su misión.

Otro asunto que añade emoción a esta vida casi monacal son los bichos. Al principio no presté mucha atención y, por otro lado, según me daban a entender, no había nada que temer. Nuestro discreto logista nos intenta mantener al margen para evitarnos la tensión, sin embargo, en un espacio tan pequeño todo se acaba sabiendo, así que, además de maravillosas lagartijas con llamativos colores, descubrí que serpientes de distintas familias nos honraban con su presencia alguna que otra vez. Me maravilló descubrir, por lo que es la magia de la naturaleza, la piel de lo que pareció ser una cobra que acababa de hacer su muda. Pero un día, una casi me da un disgusto. Me habían contado que Buai, el oficial médico sur sudanés que también se aloja en el compound, había sentido una serpiente en el techo de su tukul, casas típicas de la zona que hacen la función de dormitorios en nuestro compound, pero que llegan a ser vivienda de toda una familia en Sudán del Sur. Al principio no creían que fuera cierto, pero resulta que al final dieron con ella. Esta historia se me quedó grabada en la parte trasera de mi cerebro, es decir, que no le di más importancia, pero tampoco la olvidé. Resulta que hace dos noches, cuando ya me había acostado, comencé a oir ruidos en el tejado de mi tukul. Entonces me acordé de la experiencia de Buai y entré en pánico. Cada vez que escuchaba el movimiento del plástico que cubre, desde dentro, el techo del tukul, mi corazón casi me salía por la boca. Mientras meditaba sobre si cambiar de tukul en ese mismo instante o si llamar a los guardias (eran las 12 de la noche y el resto dormía), mi yo racional tomó el mando y me levanté para dar unos cuantos golpes con un palo hacía el techo pensando que, si era una serpiente y teniendo en cuenta que éstas huyen de los humanos, acabaría marchándose. Para mi gran alegría esto fue lo que ocurrió y mi temor de que la serpiente pudiera entrar por uno de los agujeros que dan a la habitación, también desapareció por lo que pude dormir tranquilamente (exceptuando por alguna pesadilla reptílica).

Pero volviendo al tiempo, la vida en un espacio tan reducido y con limitada libertad de movimiento te hace además apreciar detalles que en cualquier otra circunstancia pasarían desapercibidas. Fue el caso de la reforma de los techos de los tukuls. Dos chicos pasaron el fin de semana sobre el techo de dos de ellos y fue divertido observar todo el proceso de reconstrucción, desde que colocan las maderas, hasta que lo aíslan con el plástico y finalmente lo cubren con paja, dando ese aspecto tan pintoresco.

Poco a poco, y aunque es difícil porque llevan una vida más autónoma, también comienzo a construir una cierta confianza con el personal local, sobre todo con los conductores, o con los compañeros que duermen con nosotros en el compound (trabajadores sur sudaneses pero procedentes de otra parte del país o incluso de otros países y que por tanto necesitan alojamiento). Uno de ellos es Chaca (escrito, Khaka), un señor alto y delgado, ugandés de unos 60 años y con una presencia que derrocha dignidad e inspira respeto. Nuestro primer punto de encuentro fue la cocina. Los domingos no vienen las cocineras, así que nos distribuimos espontánea y voluntariamente entre nosotros este rol. Ese domingo Khaka decidió hacer pasta con carne para el grupo pero como algunos son vegetarianos, me ofrecí a cocinar la versión alternativa. Cuando él terminó su parte, se acercó a mí para preguntarme si podía quedarse y aprender de mi manera de cocinar.  Fue todo un honor y una oportunidad para conocer más sobre su vida, gran parte de la cual ha estado ligada a la organización ya desde que vivía en Uganda.

Otra persona con la que he podido desarrollar cierta confianza es con Michael, mi asistente (aunque teniendo en cuenta su experiencia y dominio en el trabajo, bien podría ser mi jefe). Se trata de un chico de 26 años cuya familia se trasladó a un campo de refugiados de la República Centroafricana cuando el grupo armado ugandés, el LRA, comenzó a atacar los poblados de esta parte del país. La familia permaneció allí durante ocho años (poco a poco voy aprendiendo que muchos de los trabajadores locales que están con nosotros han vivido en algún momento de su vida en un campo de refugiados), pero a los 4 meses de llegar, una organización católica le ofreció a los padres elegir de entre sus hijos a uno para que fuera a estudiar a una escuela católica en Uganda.  Este chico fue Michael, que volvió con un título en administración bajo el brazo y gran deseo por trabajar.

A veces intentamos promover también alguna actividad de grupo, como cuando decidimos hacer uso del proyector para ver una película en la terraza. Es un sitio perfecto ya que cuenta con una tela blanca montada para tal fin. Lo que quizás no resultó tan buena idea fue la elección de la película, Pride, ya que los africanos no aprueban la homosexualidad y es en muchos casos tema tabú. Me sorprendió sin embargo que Khaka no se moviera de su asiento (incluso me confesó, sin entrar en detalles, que le resultó divertida). La reacción de Jerome, nuestro compañero ruandés fue diferente y, aunque tampoco se levantó de su asiento, apenas levantó la mirada de su ordenador. Al día siguiente se vengó gentilmente de nosotros poniendo música góspel a las 8 de la mañana a un volumen lo suficientemente fuerte como para despertarnos. Querría purificar nuestras mentes impuras.

Un aspecto no tan positivo, pero quizás sí necesario, es el aislamiento respecto a lo que sucede fuera de nuestro compound. Una de las funciones del Field Coordinator, con el apoyo del logista, es estar al tanto de lo que sucede en la zona y prestar atención a cualquier rumor, por estúpido que pueda parecer. Cuando ocurre algún incidente, la información que uno recibe es, por un lado limitada, y por otro, confusa ya que nadie se atreve a hablar abiertamente por miedo a una venganza. Además, ésta llega poco a poco. De ahí que cuando hubo disparos el último sábado por la noche en el mercado de Yambio, se nos prohibiera salir el domingo a las 9 de la mañana, hora a la que empezaba la misa con góspel y a la cual tenía pensado asistir. Querían saber más sobre los motivos de los disparos y sus posibles consecuencias. Afortunadamente para el medio día supimos que se trataba de un conflicto personal y no relacionado con asunto de etnias, que son los que desembocan en problemas de más gravedad y conllevan el desplazamiento temporal de prácticamente toda la población.

Aunque el Field Coordinator cuenta con un informador local asignado para tal fin, cualquier comentario por parte de los otros locales se tiene, como decía, en consideración. Hoy supe a través de Michael que otro tema que está creando tensión en el ambiente es el relacionado con los Arrow Boys, los cuales se encuentran desde hace días llamando a las puertas de las casas por las noches para reclutar a chicos y llevarlos al bosque donde les obligan a formar parte de su lucha armada contra el ejército del gobierno. Es por ello que Michael se encuentra estos días durmiendo en casa de un vecino, miembro de la autoridad local, donde se siente protegido. Aun no he tenido tiempo de construir una coraza que me proteja de la dureza de estas realidades, si es que alguna vez se puede crear una lo suficientemente fuerte, así que mientras escuchaba a Michael, tuve que hacer un gran esfuerzo para mantenerme tan serena como parecía estarlo él.

El conflicto, o más bien, los conflictos de Sudán del Sur son complejos, y factores como etnia, agua, petróleo, política, ganado, fronteras, pobreza… entran en juego de manera desordenada pero con el mismo grado de importancia, provocando miles de desplazados internos y refugiados e impidiendo el más mínimo desarrollo o esperanza en él. Este tema merece una entrada por separado.