miércoles, 12 de abril de 2017

Al límite


Una mañana, durante el desayuno, hablaba con uno de mis compañeros sobre nuestra calidad de vida durante las misiones. La conversación surgió a raíz de una fiesta que queremos organizar el próximo sábado en nuestro compound, para salir de la rutina y desconectar de lo profesional, el cual ocupa casi el 90% de nuestro tiempo. A dicha fiesta invitaremos a los expatriados de otras organizaciones vecinas, con la generosa intención de compartir, abrirnos y conocer a otros que se encuentran en la misma situación que nosotros. Pero, y que quede entre nosotros…, el invitarlos nos reporta además un beneficio material de incalculable valor, y es que los recursos alimenticios y alcohólicos con los que cuentan, despiertan nuestra envidia de manera casi vergonzosa. Al invitarlos, éstos llegan a nosotros.

Recuerdo cuando, estando de misión en Yambio, Sudán del Sur, mi amiga Ania, la cual trabajaba para una organización financiada para USAID, aparecía con botellas de Ginebra, licores y delicias culinarias varias que nos hacían parecer niños en medio de una fábrica de chocolate. Ir a casa de Ania era ya un festejo en sí. Cuando sus invitados (de otras organizaciones) aparecían con los aperitivos, nos teníamos que meter las manos en el bolsillo y salir de la habitación hasta que la fiesta se considerara oficialmente inaugurada, pues aquellos manjares nos eclipsaban hasta el punto de hacernos perder toda compostura.

No es que exista un documento escrito sobre la austeridad en nuestras misiones, es decir, algo que diga que nuestras condiciones de vida serán de tal o tal manera. Simplemente muchos, cuando aceptamos esta profesión, asumimos que todo lo demás viene en el paquete. Puedo poner mil ejemplos, pero por empezar con alguno, nuestros 4x4 tienen un sistema de aire acondicionado que nada tiene que envidiar a cualquier coche de alta gama, pero aunque estemos a 40 grados de temperatura y sudemos ríos de agua, nosotros, en lugar de ponerlo en marcha, vamos con las ventanillas bajadas. Esto me lo remarcó una chica de otra organización para que supiera de la compasión que despertamos, al parecer, entre sus colegas de trabajo. A mí me hizo gracia, la verdad, porque nunca había pensado en ello.

Otro ejemplo, llevamos 10 años con el proyecto de Batangafo, con base en el mismo compound. Sin embargo, los servicios que se encuentran fuera de la casa principal consisten aún en un agujero en el suelo rodeado de cuatro paredes. Obviamente, no es que no existan retretes en el país o proveedores que los distribuyan. Se trata simplemente de una austeridad casi autoimpuesta. Suele pasar que cuando llegas a una misión, detectas un montón de detalles a mejorar en términos de salubridad y servicios. Pero a medida que pasan los días y las semanas, si éstos no han sido atendidos en el corto plazo, acaban diluyéndose de tal manera que hasta el colchón en el que te levantas cada mañana como si fueras jamón de sándwich, te parece cómodo. 

Influye también, y mucho,  las misiones que hayas hecho antes. Es decir, si vienes de una misión en la que, por ejemplo, no has salido prácticamente de cuatro paredes, como me ocurrió en Yemen, por muchas comodidades que tuvieras, cuando llegas a otra donde el contexto te permite disfrutar al aire libre, tener los muebles de la habitación con una fina capa de tierra a causa de dejar las ventanas abiertas, es un mal menor.

Lo que sí nos limita es el presupuesto. Éste viene determinado por las necesidades reales de la población a la cual atendemos y por supuesto, por el número de donantes que contribuyen a realizar nuestro trabajo. En este sentido, podemos dormir con la consciencia tranquila y expresar abiertamente que no vivimos por encima de nuestras posibilidades.


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