Una mañana, durante el
desayuno, hablaba con uno de mis compañeros sobre nuestra calidad de vida durante
las misiones. La conversación surgió a raíz de una fiesta que queremos
organizar el próximo sábado en nuestro compound, para salir de la rutina y
desconectar de lo profesional, el cual ocupa casi el 90% de nuestro tiempo. A
dicha fiesta invitaremos a los expatriados de otras organizaciones vecinas, con
la generosa intención de compartir, abrirnos y conocer a otros que se
encuentran en la misma situación que nosotros. Pero, y que quede entre
nosotros…, el invitarlos nos reporta además un beneficio material de
incalculable valor, y es que los recursos alimenticios y alcohólicos con los
que cuentan, despiertan nuestra envidia de manera casi vergonzosa. Al
invitarlos, éstos llegan a nosotros.
Recuerdo cuando, estando de
misión en Yambio, Sudán del Sur, mi amiga Ania, la cual trabajaba para una
organización financiada para USAID, aparecía con botellas de Ginebra, licores y
delicias culinarias varias que nos hacían parecer niños en medio de una fábrica
de chocolate. Ir a casa de Ania era ya un festejo en sí. Cuando sus invitados
(de otras organizaciones) aparecían con los aperitivos, nos teníamos que meter
las manos en el bolsillo y salir de la habitación hasta que la fiesta se
considerara oficialmente inaugurada, pues aquellos manjares nos eclipsaban hasta
el punto de hacernos perder toda compostura.
No es que exista un
documento escrito sobre la austeridad en nuestras misiones, es decir, algo que diga
que nuestras condiciones de vida serán de tal o tal manera. Simplemente muchos,
cuando aceptamos esta profesión, asumimos que todo lo demás viene en el
paquete. Puedo poner mil ejemplos, pero por empezar con alguno, nuestros 4x4
tienen un sistema de aire acondicionado que nada tiene que envidiar a cualquier
coche de alta gama, pero aunque estemos a 40 grados de temperatura y sudemos
ríos de agua, nosotros, en lugar de ponerlo en marcha, vamos con las
ventanillas bajadas. Esto me lo remarcó una chica de otra organización para que
supiera de la compasión que despertamos, al parecer, entre sus colegas de
trabajo. A mí me hizo gracia, la verdad, porque nunca había pensado en ello.
Otro ejemplo, llevamos 10 años
con el proyecto de Batangafo, con base en el mismo compound. Sin embargo, los
servicios que se encuentran fuera de la casa principal consisten aún en un
agujero en el suelo rodeado de cuatro paredes. Obviamente, no es que no existan
retretes en el país o proveedores que los distribuyan. Se trata simplemente de
una austeridad casi autoimpuesta. Suele pasar que cuando llegas a una misión,
detectas un montón de detalles a mejorar en términos de salubridad y servicios.
Pero a medida que pasan los días y las semanas, si éstos no han sido atendidos
en el corto plazo, acaban diluyéndose de tal manera que hasta el colchón en el
que te levantas cada mañana como si fueras jamón de sándwich, te parece
cómodo.
Influye también, y mucho, las misiones que hayas hecho antes. Es decir,
si vienes de una misión en la que, por ejemplo, no has salido prácticamente de
cuatro paredes, como me ocurrió en Yemen, por muchas comodidades que tuvieras,
cuando llegas a otra donde el contexto te permite disfrutar al aire libre, tener
los muebles de la habitación con una fina capa de tierra a causa de dejar las
ventanas abiertas, es un mal menor.
Lo que sí nos limita es el presupuesto. Éste viene determinado por las necesidades reales de la población a la cual atendemos y por supuesto, por el número de donantes que contribuyen a realizar nuestro trabajo. En este sentido, podemos dormir con la consciencia tranquila y expresar abiertamente que no vivimos por encima de nuestras posibilidades.
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