martes, 12 de enero de 2016

Konyo Konyo

Este es el nombre con el que se conoce el mercado principal de Juba, capital de Sudán del Sur, provocando automáticamente sonrisas pícaras entre los hispanohablantes que pasamos por aquí cada vez que se le menciona. Y se le menciona a menudo, teniendo en cuenta que es el centro de la capital y donde todo sucede.

En Juba me ha tocado establecerme una semana. Ya temía que esto sucediera cuando, el día antes de partir de Yambio para comenzar mi semana de vacaciones, y debido a un desagradable incidente, las mujeres de nuestro compound fuimos evacuadas hacia el de UNICEF. Al día siguiente seríamos evacuadas a Juba pero, como decía, yo comenzaba mis vacaciones, librándome por tanto de pasar más de un día en la temida capital.

Sin embargo, ya de vuelta y diez días después de mi partida, la evacuación en Juba sigue vigente, por lo que al final no he podido evitar “sufrirla”.  

Juba, visto desde la avioneta
Debo ser un animal de pueblo pues pocos comparten mi fobia por esta ciudad. Excepto el entretenimiento que ofrece el aeropuerto con el ir y venir del personal humanitario mezcladas con la gente provenientes de diferentes partes del país, cada uno con sus vestimentas y rasgos típicos de su región, Juba me parece fea, polvorienta, calurosa, agresiva, grande y nada acogedora, por lo que no puedo entender el “atractivo” que muchos expatriados encuentran en ella.

Escribo “atractivo” entre comillas pues aquí entra en juego lo relativo de las cosas. Me cuesta creer que les guste esta ciudad, por muy humanitarios que sean, pero comprendo que, viniendo de un lugar como Yambio o Malakal, Juba es lo más cercano a una ciudad occidental, con un cierto aire cosmopolita que dan los cerca de 2.000 extranjeros empleados por las organizaciones internacionales y con los que uno se cruza a menudo en los restaurantes y piscinas de las zonas más seguras.

Sin embargo, y volviendo al relativismo, si uno viaja desde Juba a Kampala (capital de Uganda), ésta última se convierte entonces en la ciudad más civilizada y avanzada del mundo, y si continuamos el viaje y desembarcamos en Estambul, ésta le toma el relevo, lo mismo que si luego vamos a Nueva York. Entonces uno mira atrás, hacia Juba, y no puede más que reírse de sí mismo al haber encontrado la ciudad, en un momento determinado, moderna.

Centro comercial de Entebbe, Uganda
Al comenzar mis vacaciones en Uganda, me salté Juba, y también Kampala que, como cualquier otra capital africana, no escapa al tráfico descontrolado, al ruido y al caos general. Aterricé directamente en Entebbe, junto al Lago Victoria. Como muchos al salir de Sudán del Sur, me sorprendí gratamente con lo que allí encontré. Conscientes de la importancia de la imagen de un aeropuerto como puerta de entrada a todo un país, el de Entebbe está admirablemente trabajado. No daba crédito cuando me informaron que contaba con acceso gratuito a la red pública de wifi. Ya en la ciudad, debo admitir que uno de los primeros lugares que visité fue el supermercado. Allí, cual animalillo recién salido de la selva, pasé cerca de una hora recorriéndome los pasillos y mirando con alucinación la variedad de productos en cada estantería, como si de piezas de museo se trataran.

Chiringuito a orillas del Lago Victoria. Entebbe, Uganda
El retorno a Juba, desde un lugar en el que además se ha disfrutado de una absoluta libertad para pasear por cualquier lado, montar como copiloto en motos para acceder a los lugares más alejados, sentarse en una terraza frente a la belleza del lago, dejándose llevar por la imprevisibilidad de los acontecimientos no planificados… todo, sin estar mirando el reloj para evitar romper el toque de queda y sin la obligación de informar de cada movimiento, es indescriptiblemente duro.

Es por ello que espero ansiosa salir de Juba y volver al field, donde, aunque las restricciones son parecidas, la variedad de actividades lúdico-festivas se reducen hasta la casi inexistencia, y las comodidades personales son considerablemente limitadas, se cuenta al menos con la gratificación de trabajar en contacto con los beneficiarios, en un entorno natural a menudo incomparable y donde, a falta de alternativas, se saca el máximo partido de las cosas más insignificantes.

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