martes, 17 de abril de 2018

El jardinero (The gardener)


De todas las personas que trabajan con o para nosotros, hay uno que despierta especialmente mi más profunda admiración, Mohamed.

No lo veo relacionarse con otras personas, y jamás he intercambiado una palabra con él más allá de los buenos días. Imagino que tiene 80 años. Quizás menos, no lo sé, pero son los que aparenta. Lleva un pequeño aparato en el oído derecho, para oír mejor, y siempre va con un turbante cubriéndole la cabeza. Su cuerpo, enjuto, parece pesarle como si cada año vivido fuera un kilo sobre sus espaldas. Arrastra los pies. Camina encorvado, y sus movimientos son lentos como el de las gruesas montañas que rodean Sanaa.

Pero la dedicación que muestra hacia cada una de las plantas, flores y árboles que decoran el patio de nuestra oficina, como si fueran sus propias criaturas, y la delicadeza con la que las trata, me conmueve hasta la ternura. Parece como si les hablara, o las oyera. Las mira, y parece mirar hasta en lo más profundo de sus venas. Las toca, siempre con mucho cuidado. A su paso por una de ellas, se detiene, siempre pausado, arranca una hoja seca aquí, observa otra, de la cual quizás solo sacrifica su punta, para evitar mayor daño, o desarmonía. Coloca una rama allá, despeja las hojas ya caídas, toca con sus manos descubiertas la tierra, para medir la cantidad de agua precisa que requieren, para no excederse siquiera en una gota.

Mohamed es el tipo de persona con la que a uno le gustaría sentarse en uno de esos sofás a ras del suelo en un salón con vidrieras de colores y con una jarra de té cerca. Cada una de las arrugas que cubren su envejecido rostro parece contar una experiencia personal o un acontecimiento, toda una vida en un país de profunda historia y cultura, pero también de conflictos tribales, revoluciones e invasiones.

Cuando lo miro, no puedo evitar imaginar que su extrema dedicación a estas plantas se debe a su necesidad de dar la espalda de una vez por todas a una vida que no le ha sido fácil, como si ya solo estos seres vivos, pero mudos, fueran los únicos capaces de aportarle una paz anhelada desde hace años, una paz que le permita cerrar el capítulo de su vida de la misma manera que caen las hojas de los árboles con el paso de una brisa. 

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Of all the people who work with or for us, there is one that especially awakens my deepest admiration, Mohamed.

I do not see him relate to other people, and I've never exchanged a word with him beyond a good morning. I imagine he is 80 years old. Maybe less, I do not know, but that’s what he looks like. He carries a small device in his right ear, to hear better, and always goes with a turban covering his head. His body seems to weigh him as if every year he lived was a kilo on his back. He drags his feet. He walks stooped, and his movements are slow like that of the thick mountains that surround Sanaa.

But the dedication he shows to each one of the plants, flowers and trees that decorate the patio of our office, as if they were his own creatures, and the delicacy with which he treats them, moves me to tenderness. It seems as if he speaks to them, or hears them. He looks at them, and he seems to look deep into their veins. He touches them, always very carefully. As he passes through one of them, he stops, always paused, plucks a dry leaf here, observes another one, of which perhaps he only sacrifices its tip, to avoid further damage, or disharmony. He place a branch there, clear the fallen leaves, touch the soil with his bare hands, to measure the precise amount of water they require, not to exceed even a drop.

Mohamed is the kind of person with whom one would like to sit on one of those sofas on the floor of a room with stained glass windows and a jar of tea nearby. Each one of the wrinkles that cover his aged face seems to tell a personal experience or an event, a whole life in a country of deep history and culture, but also of tribal conflicts, revolutions and invasions.

When I look at him, I cannot help but imagine that his extreme dedication to these plants is due to his need to turn his back once and for all to a life that has not been easy for him, as if only these living beings, but mute, were the only ones capable of bringing him a long-awaited peace, a peace that allows him to close the chapter of his life in the same way that the leaves of the trees fall with the passage of a breeze.

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