De todas las personas que trabajan con o para nosotros, hay uno que despierta especialmente mi más profunda admiración, Mohamed.
No lo veo relacionarse con
otras personas, y jamás he intercambiado una palabra con él más allá de los
buenos días. Imagino que tiene 80 años. Quizás menos, no lo sé, pero son los que
aparenta. Lleva un pequeño aparato en el oído derecho, para oír mejor, y
siempre va con un turbante cubriéndole la cabeza. Su cuerpo, enjuto, parece pesarle como si
cada año vivido fuera un kilo sobre sus espaldas. Arrastra los pies. Camina
encorvado, y sus movimientos son lentos como el de las gruesas montañas que
rodean Sanaa.
Pero la dedicación que
muestra hacia cada una de las plantas, flores y árboles que decoran el patio de
nuestra oficina, como si fueran sus propias criaturas, y la delicadeza con la
que las trata, me conmueve hasta la ternura. Parece como si les hablara, o las
oyera. Las mira, y parece mirar hasta en lo más profundo de sus venas. Las
toca, siempre con mucho cuidado. A su paso por una de ellas, se detiene, siempre
pausado, arranca una hoja seca aquí, observa otra, de la cual quizás solo
sacrifica su punta, para evitar mayor daño, o desarmonía. Coloca una rama allá,
despeja las hojas ya caídas, toca con sus manos descubiertas la tierra, para medir
la cantidad de agua precisa que requieren, para no excederse siquiera en una
gota.
Mohamed es el tipo de
persona con la que a uno le gustaría sentarse en uno de esos sofás a ras del
suelo en un salón con vidrieras de colores y con una jarra de té cerca. Cada
una de las arrugas que cubren su envejecido rostro parece contar una experiencia
personal o un acontecimiento, toda una vida en un país de profunda historia y cultura,
pero también de conflictos tribales, revoluciones e invasiones.
Cuando lo miro, no puedo
evitar imaginar que su extrema dedicación a estas plantas se debe a su
necesidad de dar la espalda de una vez por todas a una vida que no le ha sido
fácil, como si ya solo estos seres vivos, pero mudos, fueran los únicos capaces
de aportarle una paz anhelada desde hace años, una paz que le permita cerrar el
capítulo de su vida de la misma manera que caen las hojas de los árboles con el
paso de una brisa.
_____________________________________
Of all the people
who work with or for us, there is one that especially awakens my deepest
admiration, Mohamed.
I do not see him
relate to other people, and I've never exchanged a word with him beyond a good
morning. I imagine he is 80 years old. Maybe less, I do not know, but that’s
what he looks like. He carries a small device in his right ear, to hear better,
and always goes with a turban covering his head. His body seems to weigh him as
if every year he lived was a kilo on his back. He drags his feet. He walks
stooped, and his movements are slow like that of the thick mountains that
surround Sanaa.
But the dedication
he shows to each one of the plants, flowers and trees that decorate the patio
of our office, as if they were his own creatures, and the delicacy with which he
treats them, moves me to tenderness. It seems as if he speaks to them, or hears
them. He looks at them, and he seems to look deep into their veins. He touches
them, always very carefully. As he passes through one of them, he stops, always
paused, plucks a dry leaf here, observes another one, of which perhaps he only
sacrifices its tip, to avoid further damage, or disharmony. He place a branch
there, clear the fallen leaves, touch the soil with his bare hands, to
measure the precise amount of water they require, not to exceed even a drop.
Mohamed is the
kind of person with whom one would like to sit on one of those sofas on the
floor of a room with stained glass windows and a jar of tea nearby. Each one of
the wrinkles that cover his aged face seems to tell a personal experience or an
event, a whole life in a country of deep history and culture, but also of
tribal conflicts, revolutions and invasions.
When I look at him,
I cannot help but imagine that his extreme dedication to these plants is due to
his need to turn his back once and for all to a life that has not been easy for
him, as if only these living beings, but mute, were the only ones capable of
bringing him a long-awaited peace, a peace that allows him to close the chapter
of his life in the same way that the leaves of the trees fall with the passage
of a breeze.
No hay comentarios:
Publicar un comentario