Ayer fui a casa
de Turky, nuestro joven, inocente y complaciente cocinero. Me extendió la
invitación el día antes, la cual acepté sin dudarlo, pues son pocas las
ocasiones que tengo de salir de las cuatro paredes que me rodean. No guardaba
grandes expectativas e imaginé una tarde tomando café con su familia, poco más.
Sin embargo, mi mentalidad occidental me traicionó una vez más.
La casa de Turky
se encuentra a 100 metros de la nuestra, y consiste en un edificio de una planta
rodeado de un muro de cemento, con el fin de mantener, como ocurre
con la mayoría de las viviendas de los países musulmanes, la privacidad lejos
de toda mirada extraña. Otro muro divide el edificio en su interior, separando
la zona de mujeres de la de hombres. Nosotros accedimos por la parte
trasera, para llegar directamente a la zona de las mujeres.
La entrada daba a
un pequeño patio con suelo de arena sin más decoración que una escalera de
madera apoyada sobre el muro, y una cama de hierro pegada a la pared, la cual
hacía la función de sofá. Aquí estaba su madre, una señora de unos 50 años,
vestida con colores llamativos (para mi gran asombro) y cubierta por un velo
que dejaba al descubierto su cara envejecida por el trabajo y el sol. Me saludó
efusivamente, y de unas maneras que me hicieron sentir como si acabara de
llegar a la casa de alguna amiga en un pueblecito andaluz.
Tras saludar a la
madre, pasamos al interior, a una habitación cuyo único mobiliario eran otras
dos camas, en una de las cuales se encontraba la hermana mayor de Turky,
amamantando a su bebé. En el suelo, sobre la alfombra, dos hermanas menores que
charlaban entre ellas se levantaron rápidamente para saludarme y acomodarme sobre
la segunda cama. Antes de que pudiera abrir la boca con el fin de agradecerles
la invitación, colocaron un cojín detrás de mi espalda, un vaso de agua en una
mano, y un plato lleno de dulces en la otra. Al fondo podía ver a Turky
sonriendo de la emoción y alejándose poco a poco hasta desaparecer del todo mientras
me rogaba, en su pobre inglés, que no me fuera antes de las siete de la tarde.
En ese momento eran las dos y media de la tarde y mi falta de experiencia en la
vida social yemení me impedía imaginar lo que serían cuatro horas y media entre
mujeres con las cuales a penas podía comunicarme. Pronto descubriría que mi rol
en el evento era pasivo hasta el extremo.
Una vez sola con
las mujeres, la madre de Turky entró en la habitación con un ramillete de Qat,
una planta que los yemenís mastican hasta el anochecer y cuyos efectos son,
entre otros, hiperactividad y falta de sueño. Yo la había probado antes, por
mera curiosidad, pero poco atraída por algo que me va a impedir disfrutar de
uno de los pocos placeres gratuitos de la vida: dormir. De nada sirvió mi
negativa, pues la madre me abrió literalmente la boca e introdujo con gran
decisión las hojas de Qat entre mis encías y dientes, de manera que no
me dio tiempo a reaccionar.
Entonces
empezaron a llegar más mujeres. Primero una chica que traía un bote de henna
entre las manos, algunas niñas, mujeres que se sentaban a mi lado, otras en el
suelo, charlaban entre ellas, me miraba, se reían… e intentábamos comunicarnos
con mis tres palabras árabes y las tres suyas en inglés. A medida que iban
llegando, se quitaban el velo y yo podía mirar maravillada la belleza exótica
de estas mujeres, cuyos gestos y expresiones en nada las diferenciaba de las
occidentales. Y pensé en lo terrible que es velo en cuanto que las priva de
toda humanización, convirtiéndolas en puntos negros cuya barrera personal crece
inaccesible e impide toda comunicación en un sentido u otro. Pero agradecí al
mismo tiempo ser mujer en este entorno tan hostil para ellas, pues de cualquier
otra manera nunca habrían descubierto sus caras y yo no habría podido disfrutar
de la cercanía que ofrece la comunicación de los gestos.
Como si hubieran estado esperando al momento oportuno en el que se rompe el hielo, me quitaron de pronto y, por
fin, el vaso de agua y el plato de dulces de las la manos y me pidieron
sentarme en el suelo, frente a la chica que traía el bote de henna,
Aisha. Entonces, tuvo lugar el comienzo de una sesión en la que por primera vez
pude sentir lo que es ser muñeca en manos de un grupo de niñas ansiosas por
transformarla.
Durante una hora,
Aisha dibujó sobre mi brazo y con una agilidad asombrosa, formas redondas y
perfectas, como si éstos hubieran estado diseñados tal cual en su imaginación
previamente. Cuidaba cada detalle y aunque, unas veces la madre, otras la
hermana, le daban indicaciones, ella hacía caso omiso y seguía con su labor
concentrada como si se tratara de un cuadro.
Siguieron
llegando más y más mujeres, vecinas, compañeras del colegio,… algunas de mayor
edad, amigas de la madre. Me sacaron de la habitación, para sentarme en el
sofá-cama que se encontraba en el patio y trajeron las otras dos camas del
interior, para que todas ellas pudieran sentarse a mí alrededor, creando un
ambiente festivo cuyo espectáculo de fondo era yo.
Allí sentada,
apoyada en la pared, mientras las más jóvenes seguían dibujando mis brazos,
manos, pies, y decorando mi cabeza… me llenaba de gozo mirando a mi alrededor
por el momento que tenía el privilegio de estar disfrutando. Aunque por
momentos me sentí muñeca en mano de niñas, al mismo tiempo, adoptar este rol,
me permitió observar las relaciones de las mujeres entre ellas mismas, con las de
más edad a un lado y las de edades medianas a otro. Y recordé lo que una
compañera me dijo una vez: es en estas reuniones donde las madres observan a
las jóvenes y donde las jóvenes muestran más que nunca sus buenos modales, pues
de la valoración que reciban de las primeras, dependerá su destino casadero.
Ahora, cuando por la tarde salgo de la oficina para volver a casa, un grupo de niñas me espera para cogerme de la mano, hablar y jugar. Y yo, satisfecha de haberme ganado su aceptación, llego a casa con una gran sonrisa.
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