En la última entrada
hablaba de mi rol como responsable de asuntos financieros, pero también cubro
otro que me resulta mucho más interesante y entretenido, especialmente en un
momento de cambios internos; el de la gestión de los recursos humanos.
Nuestro proyecto consiste
en facilitar información, test y tratamiento de VIH/sida en algunas de las
comunidades rurales que se encuentran a las afueras de Yambio. Para ponerlo en
marcha, el proyecto cuenta con 5 equipos compuesto de 9 personas cada uno (todos
sur sudaneses): 1 oficial clínico, 1 asesor, 1 enfermero, 1 asistente de
laboratorio y 3 Community Health Workers (algo
así como Trabajadores Comunitarios para la Salud). Cada uno de estos equipos se
instalan cada día, desde por la mañana, hasta por la tarde, en algún punto de
la comunidad, a donde la gente puede acercarse para obtener información,
hacerse la prueba, o recibir el tratamiento.
A los Community Health Workers no se les exige
especiales conocimientos técnicos, pero sí sentido común y aceptación en la
comunidad, ya que su labor consiste en recorrérsela a pié, casa por casa, en el
mercado, en la iglesia… con el fin de sensibilizar al mayor número de gente
posible, sobre la importancia de hacerse el test de VIH/sida. Así que, si eres
una persona poco convencida de esta importancia, extremadamente tímida, o
demasiado introvertida, difícilmente animarás a la gente a que se acerque al
centro.
Otra de las funciones que
deben realizar los Community Health
Workers es la que resulta de los momentos de conflicto e inseguridad, como
sucedió semanas atrás, cuando diferentes grupos armados atacaron algunas
comunidades y los militares respondieron indiscriminadamente contra la
población. Cuando esto sucede, los expatriados no tenemos permitido salir de
nuestro compound, y el personal
local, si no está ya refugiada en algún lado, tampoco podrá moverse, con lo
cual todas las actividades del proyecto se paralizan. Esto supone que aquellos
pacientes de las comunidades, VIH positivos, que estén ya en tratamiento y requieran
la medicación, se vean privados de ella temporalmente. Hago un paréntesis para
aclarar que aunque existen centros clínicos en algunas de estas comunidades, en
muchos, encontrar aunque sea paracetamol, es ya motivo de celebración.
Frente a esta dificultad
de acceso en momentos críticos, hubo que pensar en un plan de contingencia; una
alternativa para hacer llegar los medicamentos a los pacientes, cuando la
movilidad desde la base no fuera posible. Se pensó entonces que la figura del Community Health Worker era clave pues,
por un lado, si se trata de una persona que vive en la comunidad y es aceptada
por la misma, el seguimiento de los pacientes resultará mucho más fácil, y por
otro lado, funcionará como persona de contacto cuando no podamos ir personalmente,
para hacer el reparto de los medicamentos.
Teniendo esto en cuenta, nos
resultó obvia la necesidad de que hubiera, en cada uno de los cinco equipos, al
menos, un Community Health Worker que
viniera de cada una de las comunidades en las que trabajamos.
Esta necesidad, como
decía, se detectó solo cuando comenzó el conflicto y cuando todo el personal
estaba ya contratado. Así que una vez identificado el problema, estaba en la
responsabilidad del departamento de recursos humanos el implantar la nueva estructura,
lo cual suponía despedir a 6 de los 15 Community
Health Workers (que no procedían de ninguna de las comunidades donde
trabajamos) y contratar a 6 nuevos.
En un país que sobrevive
gracias a la ayuda humanitaria, una de las últimas cosas que uno se puede
imaginar es la existencia de un sistema burocrático que regule, de forma
exhaustiva, este procedimiento. En Sudán del Sur, cualquier despido debe estar
precedido de un aviso a la Oficina Local del Trabajo, el cual consiste en
presentarse personalmente en dicha oficina, con un documento explicativo de los
motivos y cuya aprobación pueden rechazar si éstos no les parecen suficientemente
justificados.
Sólo la propia oficina
merece hacer una parada para que uno pueda imaginarse la escala del asunto. Se trata
de una habitación situada en un edificio de una única planta, con techos altos,
y en la que al entrar encuentras a dos personas inmóviles frente a mesas de
madera, envejecidas e infinitas, y sobre las cuales no se ve otra cosa que una montaña
de papeles cubierta de una espesa capa de polvo y una impresora cuyo estreno se
ha visto impedido por la falta de electricidad.
Al fondo de la misma sala, a la derecha, está el director, un señor
mayor y de pocas palabras, sentado en su sofá de falso cuero y sobre cuya mesa señorial
de imitación, se encuentra una pequeña radio que emite sonidos intermitentes.
Entonces, uno pensaría que la visita de una cawaya,
como llaman aquí a los “blancos”, sería recibida con una gran ceremonia, en
fin, por la novedad más que nada. Sin embargo, creo que ni el mismísimo
presidente del país hubiera quebrantado ese ensimismamiento provocado por una
mezcla de sofocante calor y un ambiente polvoriento, unido a la ausencia de cualquier
actividad.
Al entrar, les entregué
el documento, de una página, y antes de que el director comenzara a leerlo, me
pidieron sentarme en uno de los grandes sofás ochenteros que tenían pegados a
la pared y de los que casi podía ver saltar a las pulgas. Al principio sentí
nervio y temor a que me rechazaran la solicitud, por aquello de que quizás les
iba a suponer demasiado trabajo, o
porque no encontraran, entre tanto abandono, el sello que confirma la
aprobación. Sin embargo, y para mi gran consuelo, la solicitud fue aprobada.
A continuación, llegó el
momento de pasar por una de las experiencias más incómodas que he experimentado
hasta ahora desde el punto de vista laboral. Teniendo en cuenta que vivimos en
un país en el que conseguir un empleo, que además parece estable y cuyo salario
ya quisieran los propios funcionarios, es algo casi milagroso, uno no puede
evitar empatizar con la persona a la que se está despidiendo y sentir un nudo
en el estómago en el proceso.
Luego está la cuestión
cultural. De las seis personas, la mayoría no parecía transmitir ningún tipo de
emoción, ni positiva, ni negativa en el momento del anuncio. Asumían la
decisión tal cual, dejándole a una con la duda si a lo mejor el nivel de
pre-preocupación estaba siendo sobrevalorado. Sólo una persona compartió su
disponibilidad para cambiar de comunidad si eso facilitaba nuestro trabajo.
Lamentablemente, no lo hacía pues el sentido de tener a gente procedente de las
comunidades es que conocen a sus habitantes y han mantenido una relación de
aceptación durante un periodo de tiempo relativamente largo. Ella sí, mostró su
decepción….
Una vez pasado este mal
trago, me enfrenté entonces con la otra cara de la moneda, esta vez realmente
divertida y satisfactoria. Se trataba de la búsqueda de nuevos candidatos para
los puestos que se quedaban vacantes. De nuevo, este proceso debía comenzar con
una visita a la Oficina del Trabajo, para anunciarles las nuevas convocatorias,
los motivos y el emplazamiento. De nuevo, el entusiasmo que mostraban al verme
cruzar la puerta, no superaba al que les provocaría ver pasar una mosca y, de
nuevo, dieron su aprobación estampando un sello en el anuncio de la vacante.
De este documento
haríamos varias copias que se colgarían en los lugares públicos de las
comunidades en las cuales buscábamos candidatos. Y con “lugares públicos” me
refiero a troncos de árboles, puestos del mercado, entrada de la iglesia … En el
anuncio se describían las funciones del puesto, la fecha límite de recepción de
candidaturas y la dirección (tanto postal como de correo electrónico) a la que
se podían enviar.
Durante dos semanas
estuvimos recibiendo candidaturas, todas entregadas a mano a los guardias que
vigilan la entrada de nuestro compound.
Una vez terminado ese período de recepción, que duró 15 días, contactamos por
teléfono a aquellos que procedían de las comunidades en las cuales estábamos
reclutando, para hacer la prueba escrita y la entrevista. Se decidió hacer todo
en el mismo día, ya que muchos de ellos no tienen los medios ni los recursos
para permitirse más de un viaje desde la comunidad hasta nuestro compound. Como sólo había nueve
preseleccionados, resultó manejable.
Se les convocó a todos a
la misma hora, por la mañana. Entre ellos había solo una mujer que apareció tímidamente
y con un bebé pegado a su pecho. Los sentamos distribuidos entre las mesas que
quedaban libres en nuestras oficinas, donde se les entregó el test que debían
rellenar; cinco preguntas que nos
ayudarían a detectar sus conocimientos y sensibilización sobre el VIH/Sida y su
punto de vista sobre el trabajo en comunidad.
Tras una hora para
rellenar el formulario, pasamos, mi compañera del departamento médico, y yo, a
hacer las entrevistas individuales. Comenzamos por la chica cuyo bebé seguía
sin despegarse de su pecho, para que pudiera así liberarse cuanto antes de ese
incómodo momento. La entrevista con ella, para nuestra decepción, fue corta.
Por un lado, su nivel de inglés era tan básico que necesitamos el apoyo de
Michael (mi asistente) para la traducción. Pero además, era una chica extremadamente
tímida, sin ningún tipo de conocimiento sobre el asunto que tratamos y con gran
dificultad para procesar y comprender cualquier otra cuestión.
Es cierto que, a medida
que iba planteando a cada uno de los entrevistados las diferentes preguntas, sacadas
de un modelo que nos habían enviado desde el departamento de recursos humanos en
la capital, me iba dando cuenta del sinsentido de algunas de ellas en un
contexto como el que nos encontrábamos. Por ejemplo, “Me puedes hablar de tus
debilidades y fortalezas”. Ante esta pregunta, nuestros pobres entrevistados se
retorcían en su asiento y con la mirada pedían excusas por no poder entender ni
una sola de las palabras. Al principio llamaba a Michael para traducir, pero al
ver la inutilidad, declaré esta pregunta non
grata en nuestro repertorio. Es obvio. Jamás nadie les ha planteado
semejante cuestión, pues ¿qué estúpido hablaría de sus debilidades? Y por otro
lado, ¿hablar de las fortalezas? Bien podría uno acabar en la cárcel por
arrogante…
Cuando ya empezaba a
cogerle la magia a las entrevistas, planteando las cuestiones de una manera más
acorde al contexto y al perfil de las personas con las que nos sentábamos,
habíamos concluido con todos los candidatos. Aun así, la selección final no nos
resultó difícil. Escogimos, por un lado, al chico más avispado, alegre y conocedor
de temas de salud y por otro, a un señor, seropositivo, que formaba parte de un
grupo comunitario, también seropositivos, lo cual demostraba que tenía los
contactos y conocía la materia de primera mano.
El proceso de
reclutamiento sigue abierto, pues aún nos quedan los otros cuatro Community Health Workers para el resto
de las comunidades en las que trabajamos, pero la Oficina del Trabajo ha estado
cerrada unos días debido a la defunción de algún funcionario (cualquier excusa
es perfecta para darse un descanso), así que habrá que intentarlo de nuevo la
semana que viene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario