sábado, 13 de febrero de 2016

El reclutamiento de los Community Health Workers

En la última entrada hablaba de mi rol como responsable de asuntos financieros, pero también cubro otro que me resulta mucho más interesante y entretenido, especialmente en un momento de cambios internos; el de la gestión de los recursos humanos.

Nuestro proyecto consiste en facilitar información, test y tratamiento de VIH/sida en algunas de las comunidades rurales que se encuentran a las afueras de Yambio. Para ponerlo en marcha, el proyecto cuenta con 5 equipos compuesto de 9 personas cada uno (todos sur sudaneses): 1 oficial clínico, 1 asesor, 1 enfermero, 1 asistente de laboratorio y 3 Community Health Workers (algo así como Trabajadores Comunitarios para la Salud). Cada uno de estos equipos se instalan cada día, desde por la mañana, hasta por la tarde, en algún punto de la comunidad, a donde la gente puede acercarse para obtener información, hacerse la prueba, o recibir el tratamiento.

A los Community Health Workers no se les exige especiales conocimientos técnicos, pero sí sentido común y aceptación en la comunidad, ya que su labor consiste en recorrérsela a pié, casa por casa, en el mercado, en la iglesia… con el fin de sensibilizar al mayor número de gente posible, sobre la importancia de hacerse el test de VIH/sida. Así que, si eres una persona poco convencida de esta importancia, extremadamente tímida, o demasiado introvertida, difícilmente animarás a la gente a que se acerque al centro.

Otra de las funciones que deben realizar los Community Health Workers es la que resulta de los momentos de conflicto e inseguridad, como sucedió semanas atrás, cuando diferentes grupos armados atacaron algunas comunidades y los militares respondieron indiscriminadamente contra la población. Cuando esto sucede, los expatriados no tenemos permitido salir de nuestro compound, y el personal local, si no está ya refugiada en algún lado, tampoco podrá moverse, con lo cual todas las actividades del proyecto se paralizan. Esto supone que aquellos pacientes de las comunidades, VIH positivos, que estén ya en tratamiento y requieran la medicación, se vean privados de ella temporalmente. Hago un paréntesis para aclarar que aunque existen centros clínicos en algunas de estas comunidades, en muchos, encontrar aunque sea paracetamol, es ya motivo de celebración.

Frente a esta dificultad de acceso en momentos críticos, hubo que pensar en un plan de contingencia; una alternativa para hacer llegar los medicamentos a los pacientes, cuando la movilidad desde la base no fuera posible. Se pensó entonces que la figura del Community Health Worker era clave pues, por un lado, si se trata de una persona que vive en la comunidad y es aceptada por la misma, el seguimiento de los pacientes resultará mucho más fácil, y por otro lado, funcionará como persona de contacto cuando no podamos ir personalmente, para hacer el reparto de los medicamentos.

Teniendo esto en cuenta, nos resultó obvia la necesidad de que hubiera, en cada uno de los cinco equipos, al menos, un Community Health Worker que viniera de cada una de las comunidades en las que trabajamos.

Esta necesidad, como decía, se detectó solo cuando comenzó el conflicto y cuando todo el personal estaba ya contratado. Así que una vez identificado el problema, estaba en la responsabilidad del departamento de recursos humanos el implantar la nueva estructura, lo cual suponía despedir a 6 de los 15 Community Health Workers (que no procedían de ninguna de las comunidades donde trabajamos) y contratar a 6 nuevos.

En un país que sobrevive gracias a la ayuda humanitaria, una de las últimas cosas que uno se puede imaginar es la existencia de un sistema burocrático que regule, de forma exhaustiva, este procedimiento. En Sudán del Sur, cualquier despido debe estar precedido de un aviso a la Oficina Local del Trabajo, el cual consiste en presentarse personalmente en dicha oficina, con un documento explicativo de los motivos y cuya aprobación pueden rechazar si éstos no les parecen suficientemente justificados.

Sólo la propia oficina merece hacer una parada para que uno pueda imaginarse la escala del asunto. Se trata de una habitación situada en un edificio de una única planta, con techos altos, y en la que al entrar encuentras a dos personas inmóviles frente a mesas de madera, envejecidas e infinitas, y sobre las cuales no se ve otra cosa que una montaña de papeles cubierta de una espesa capa de polvo y una impresora cuyo estreno se ha visto impedido por la falta de electricidad.  Al fondo de la misma sala, a la derecha, está el director, un señor mayor y de pocas palabras, sentado en su sofá de falso cuero y sobre cuya mesa señorial de imitación, se encuentra una pequeña radio que emite sonidos intermitentes. Entonces, uno pensaría que la visita de una cawaya, como llaman aquí a los “blancos”, sería recibida con una gran ceremonia, en fin, por la novedad más que nada. Sin embargo, creo que ni el mismísimo presidente del país hubiera quebrantado ese ensimismamiento provocado por una mezcla de sofocante calor y un ambiente polvoriento, unido a la ausencia de cualquier actividad.

Al entrar, les entregué el documento, de una página, y antes de que el director comenzara a leerlo, me pidieron sentarme en uno de los grandes sofás ochenteros que tenían pegados a la pared y de los que casi podía ver saltar a las pulgas. Al principio sentí nervio y temor a que me rechazaran la solicitud, por aquello de que quizás les iba a suponer demasiado trabajo, o  porque no encontraran, entre tanto abandono, el sello que confirma la aprobación. Sin embargo, y para mi gran consuelo, la solicitud fue aprobada.

A continuación, llegó el momento de pasar por una de las experiencias más incómodas que he experimentado hasta ahora desde el punto de vista laboral. Teniendo en cuenta que vivimos en un país en el que conseguir un empleo, que además parece estable y cuyo salario ya quisieran los propios funcionarios, es algo casi milagroso, uno no puede evitar empatizar con la persona a la que se está despidiendo y sentir un nudo en el estómago en el proceso.

Luego está la cuestión cultural. De las seis personas, la mayoría no parecía transmitir ningún tipo de emoción, ni positiva, ni negativa en el momento del anuncio. Asumían la decisión tal cual, dejándole a una con la duda si a lo mejor el nivel de pre-preocupación estaba siendo sobrevalorado. Sólo una persona compartió su disponibilidad para cambiar de comunidad si eso facilitaba nuestro trabajo. Lamentablemente, no lo hacía pues el sentido de tener a gente procedente de las comunidades es que conocen a sus habitantes y han mantenido una relación de aceptación durante un periodo de tiempo relativamente largo. Ella sí, mostró su decepción….

Una vez pasado este mal trago, me enfrenté entonces con la otra cara de la moneda, esta vez realmente divertida y satisfactoria. Se trataba de la búsqueda de nuevos candidatos para los puestos que se quedaban vacantes. De nuevo, este proceso debía comenzar con una visita a la Oficina del Trabajo, para anunciarles las nuevas convocatorias, los motivos y el emplazamiento. De nuevo, el entusiasmo que mostraban al verme cruzar la puerta, no superaba al que les provocaría ver pasar una mosca y, de nuevo, dieron su aprobación estampando un sello en el anuncio de la vacante.

De este documento haríamos varias copias que se colgarían en los lugares públicos de las comunidades en las cuales buscábamos candidatos. Y con “lugares públicos” me refiero a troncos de árboles, puestos del mercado, entrada de la iglesia … En el anuncio se describían las funciones del puesto, la fecha límite de recepción de candidaturas y la dirección (tanto postal como de correo electrónico) a la que se podían enviar.

Durante dos semanas estuvimos recibiendo candidaturas, todas entregadas a mano a los guardias que vigilan la entrada de nuestro compound. Una vez terminado ese período de recepción, que duró 15 días, contactamos por teléfono a aquellos que procedían de las comunidades en las cuales estábamos reclutando, para hacer la prueba escrita y la entrevista. Se decidió hacer todo en el mismo día, ya que muchos de ellos no tienen los medios ni los recursos para permitirse más de un viaje desde la comunidad hasta nuestro compound. Como sólo había nueve preseleccionados, resultó manejable.

Se les convocó a todos a la misma hora, por la mañana. Entre ellos había solo una mujer que apareció tímidamente y con un bebé pegado a su pecho. Los sentamos distribuidos entre las mesas que quedaban libres en nuestras oficinas, donde se les entregó el test que debían rellenar;  cinco preguntas que nos ayudarían a detectar sus conocimientos y sensibilización sobre el VIH/Sida y su punto de vista sobre el trabajo en comunidad.

Tras una hora para rellenar el formulario, pasamos, mi compañera del departamento médico, y yo, a hacer las entrevistas individuales. Comenzamos por la chica cuyo bebé seguía sin despegarse de su pecho, para que pudiera así liberarse cuanto antes de ese incómodo momento. La entrevista con ella, para nuestra decepción, fue corta. Por un lado, su nivel de inglés era tan básico que necesitamos el apoyo de Michael (mi asistente) para la traducción. Pero además, era una chica extremadamente tímida, sin ningún tipo de conocimiento sobre el asunto que tratamos y con gran dificultad para procesar y comprender cualquier otra cuestión.

Es cierto que, a medida que iba planteando a cada uno de los entrevistados las diferentes preguntas, sacadas de un modelo que nos habían enviado desde el departamento de recursos humanos en la capital, me iba dando cuenta del sinsentido de algunas de ellas en un contexto como el que nos encontrábamos. Por ejemplo, “Me puedes hablar de tus debilidades y fortalezas”. Ante esta pregunta, nuestros pobres entrevistados se retorcían en su asiento y con la mirada pedían excusas por no poder entender ni una sola de las palabras. Al principio llamaba a Michael para traducir, pero al ver la inutilidad, declaré esta pregunta non grata en nuestro repertorio. Es obvio. Jamás nadie les ha planteado semejante cuestión, pues ¿qué estúpido hablaría de sus debilidades? Y por otro lado, ¿hablar de las fortalezas? Bien podría uno acabar en la cárcel por arrogante…

Cuando ya empezaba a cogerle la magia a las entrevistas, planteando las cuestiones de una manera más acorde al contexto y al perfil de las personas con las que nos sentábamos, habíamos concluido con todos los candidatos. Aun así, la selección final no nos resultó difícil. Escogimos, por un lado, al chico más avispado, alegre y conocedor de temas de salud y por otro, a un señor, seropositivo, que formaba parte de un grupo comunitario, también seropositivos, lo cual demostraba que tenía los contactos y conocía la materia de primera mano.

El proceso de reclutamiento sigue abierto, pues aún nos quedan los otros cuatro Community Health Workers para el resto de las comunidades en las que trabajamos, pero la Oficina del Trabajo ha estado cerrada unos días debido a la defunción de algún funcionario (cualquier excusa es perfecta para darse un descanso), así que habrá que intentarlo de nuevo la semana que viene.

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