martes, 30 de agosto de 2016

El día que bombardearon nuestro hospital/ (The day they bombed our hospital: Translated into English below)

 Antes de nada, debo admitir que no me ha resultado fácil sentarme delante de una página en blanco y expresar lo que viene a continuación. He necesitado tiempo y capacidad para ver lo sucedido sin que me afectara emocionalmente. Ayudó, y mucho, la entrevista con el departamento de investigación de mi organización, a lo largo de la cual tuve que hacer frente a los hechos con pragmatismo, y recorrer mentalmente cada segundo de aquel terrible día.

Abs, un pueblo no lejos de la frontera con Arabia Saudí y rodeado de campos de desplazados, era considerado un lugar “tranquilo” cuando me lo ofrecieron para trabajar allí. Así era hasta que, el 15 de agosto, los saudíes bombardearon nuestro hospital, identificado visiblemente con el logo de la organización y cuyas coordenadas habían sido compartidas con todos los actores del conflicto con el fin de evitar “errores”.  

Esa mañana había estado allí para mi reunión rutinaria con el director y empleado del Ministerio de la Salud. Pero en el momento del bombardeo me encontraba ya de vuelta en la oficina, a 5 kms, haciendo una entrevista.

Oí el sonido del avión saudí, sobrevolándonos. Cuando oyes el avión, quiere decir que no vuelan demasiado alto. Y cuando no vuelan demasiado alto, es señal de que tienen el objetivo identificado y que pronto lanzarán la bomba. Hasta entonces, las bombas apenas las oímos cuando ocurren a una distancia superior a los 2 kms, pues el sonido del generador junto con el del aire acondicionado, lo amortiguan. Así que continué con mi entrevista. Cuando terminé y salí de la habitación para volver a mi despacho, pasé por la entrada principal, fuera de la cual encontré a mas compañeros de lo habitual, mirándose con caras de gran preocupación.

Aquí empezaron los que fueron los minutos más eternos de mi vida. La primera noticia que recibí fue que habían bombardeado cerca del hospital, minutos después  (o segundos, no lo sé), que lo que habían bombardeado era la entrada del hospital y poco después, que la bomba había caído en el mismo hospital. En ese momento, todo se paraliza a tu alrededor, es una experiencia que tu cerebro jamás ha tenido que procesar anteriormente, nada te prepara para ello. No sientes miedo, ni pánico, ni pena. No sientes nada. Sólo quieres saber, y creer, que todos están bien.

Las comunicaciones fallaban, los teléfonos estaban ocupados, y sólo poco a poco (de nuevo, segundos que parecían minutos y minutos que parecían horas) fuimos sabiendo sobre el estado de nuestros compañeros, tres de ellos expatriados. Con los que conseguíamos hablar, sabíamos que estaban bien, y esto proporcionaba una cierta calma. Pero había muchos compañeros, trabajadores, muchos pacientes, enfermos, niños, mujeres, y muchas personas que les acompañaban, de los cuales no sabíamos nada.

Cuando nos aseguraron que no habría nuevos bombardeos y que no había peligro de nuevos ataques, un equipo fue desde la oficina al hospital a analizar la situación.  Sabiendo que las noticias llegarían poco a poco, e impotente por no poder hacer nada por el momento, entré en internet para saber el estado del suceso fuera de nuestra zona y detectar también el momento en el que debíamos avisar a nuestras familias antes de que se enteraran por otros medios. Twitter anunciaba que había una española muerta como consecuencia del bombardeo. Si no fuera porque había oído hablar, minutos antes, al coordinador por teléfono con la única chica expatriada que había en el hospital, no me imagino la reacción. Pasó poco tiempo antes de que la notica saltara en los medios internacionales. Habían bombardeado un hospital de MSF. De nuevo, las leyes internacionales y el respeto por el trabajo humanitario habían sido violados.

Lo que sigue después es una mezcla de rabia inmensa, vulnerabilidad, necesidad de hacer algo, de trabajar, de estar ocupada, en gran parte, sí, para no tener que pensar ni un solo segundo en lo que acababa de suceder, para no tener que ser consciente, para no enfrentarte a ello. Porque lo que acabas de vivir no es una película de acción, la serie Homeland o un video-juego, lo que acabas de vivir es la pura realidad.

Al mismo tiempo, la gestión de las emociones se convierten en una batalla fuera de tu propio control en los días que siguen. ¿Estás siendo demasiado insensible al no llorar? ¿O demasiado débil cuando lo haces? Si de pronto has perdido las ganas de conversar, o de entretener, ¿lo entenderán los demás? ¿Cómo comunicarte con la familia manteniendo una correcta balanza comunicación- comprensión? Culpabilidad también, porque no quieres hablar con nadie que no haya estado allí.

Esa misma tarde supimos del fallecimiento de uno de nuestros compañeros, cuyo cuerpo trajeron a la oficina. Junto a él, llegaron más compañeros que estaban en el hospital en el momento del bombardeo, algunos heridos. No hace falta explicar el ambiente que se respiraba, de pura impotencia y desolación. Ver a estas personas, que normalmente rebosan energía, profesionalidad y sentido del humor, en tal estado, le llenaba a uno de un vacío indescriptible.

En ese momento no te cuestionas sobre la seguridad, el miedo tampoco te invade. Todo eso viene días después, sólo cuando la adrenalina y el cansancio te abandonan. Y aún así, no creo que una pueda ser verdaderamente consciente de todo, hasta que no salga del contexto en el que todo sucedió. Es el sentido de supervivencia, y también de responsabilidad, porque aún hay trabajo por hacer, y porque si ellos están aquí, porque si esto es parte de sus vidas, no quieres darles la espalda sin más.

Atrás hemos dejado a miles de desplazados que carecerán de atención sanitaria, a personas con traumas psicológicos debido a los bombardeos, a mujeres embarazadas con alto riesgo de perder a sus hijos durante el parto y a muchos niños desnutridos para los cuales teníamos una sala a punto de inaugurar en el hospital.

Pero me quedo con la fortaleza de nuestros compañeros nacionales que aún cuando les hemos ofrecido un mes de vacaciones pagadas, han trabajado y siguen haciéndolo, sin descanso. Me quedo con su positivismo que me llenan de ganas y energías para volver a retomar el proyecto. Me quedo con todo el trabajo hecho hasta ahora, los pacientes atendidos y las vidas que hemos salvado. Y me quedo con la cara de ese padre agradecido, cuando vino a despedirse de nosotros con su bebé en brazos, el cual había nacido en el hospital la mañana del bombardeo.
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First of all, I must admit it has not been easy for me to sit in front of a blank page and express what comes next. I have needed time and the ability to see what happened in a way so that it did not affect me emotionally. It helped, and much, the interview I did for the research department of my organization, along which I had to face the facts pragmatically, and mentally go through every second of that terrible day.

Abs, a village not far from the border with Saudi Arabia and surrounded by displaced camps, was considered a "quiet" place when I was offered to work there. That was until, on August 15, the Saudis bombed our hospital, visibly identified with the logo of the organization and whose coordinates had been shared with all the stakeholders of the conflict, in order to avoid "mistakes".

That morning, I had been there for my routine meeting with the director and employee of the Ministry of Health. But at the time of the bombing I was already back in the office, 5 kms away, doing an interview.

I heard the sound of the Saudi plane, overflying. When you hear the plane, it means it is not flying too high. And when they don’t fly too high, it is a sign that they have identified the target and will soon launch the bomb. Until then, one just hears the bombs when they fall at a distance of less than 2 kms, as the sound of the generator together with that of the AC, damp it. So I continued my interview. When I finished and left the room to return to my office, I went through the main entrance, where I found more colleagues than usual and whose faces showed great concern.

Here it began what were the most eternal minutes of my life. The first news we received was that they had bombed near our hospital, within minutes (or seconds, I don’t know), that what they had bombed was the entrance of the hospital, and shortly after, that the bomb had fallen into the hospital itself. At that moment, everything freezes around you, it’s an experience that your brain has never had to process ever before, nothing prepares you for it. You don’t feel fear, nor panic or sadness. You feel nothing. You just want to know, and believe, that everything is ok.

Communications failed, the phones were busy, and only gradually (again, seconds that seemed like minutes, and minutes that seemed like hours) we were learning about the state of our colleagues, three of them expatriates. Those with whom we managed to talk, we knew they were alright, and this provided certain calm. But there were many fellow workers, many patients, sick people, children, women, and many people who accompanied them, of which we knew nothing.

When we were assured that there would not be new shelling and no danger of new attacks, a team left from the office to the hospital in order to analyze the situation. Knowing that the news would come slowly, and helpless for not being able to do anything at the moment, I went on the internet to check the status of the event outside our area and also detect the time when we should tell our families before they found out from other sources. Twitter announced that there was a Spanish dead as a result of the bombing. If it was not because I had heard, some minutes before, the coordinator talking on the phone with the only expatriate girl who was in the hospital, I can’t imagine the reaction. It was not long before the event jumped in the international media. They had bombed another MSF hospital. The international law and the respect for the humanitarian work had been violated, once more.

What follows next is a mixture of immense rage, vulnerability, the need to do something, to work, to be busy, largely, yes, for not having to think even for a second about what just happened, for not having to be fully aware, for not having to face it. Because what you have just lived is not an action movie, the TV show Homeland or a video game, what you have just lived is the pure reality.

At the same time, managing the emotions becomes a battle beyond your own control in the days that follow. Are you being too insensitive for not mourning? Or too weak when you do? If suddenly you have lost the desire to talk or entertain, will others understand it? How to communicate with the family while maintaining a correct balance communication- understanding? Culpability too, because you do not want to talk to anyone who has not been there.

That afternoon we learned of the death of one of our colleagues, whose body was brought to the office. Together with him came more colleagues who were at the hospital at the time of the bombing, some of them wounded. No need to explain the atmosphere that was breathed, of pure helplessness and desolation. To see these people that are normally full of energy, professionalism and sense of humor, in such a state, filled oneself with an indescribable emptiness.

At that time you do not question security, fear doesn’t invade you. All this comes days later, only when the adrenaline and exhaustion leave you. And yet, I do not think that one can be truly aware of everything, until you are out of the context in which it happened. It’s the sense of survival and responsibility, because there is still work to do, and because if they are here, because if this is part of their lives, you do not want to turn your back on it.

Back there, we left thousands of displaced people who will lack health care, people with psychological trauma due to the bombing, pregnant women at high risk of losing their children during childbirth and many children malnourished for which we had a room about to open in the hospital.

But I'll take with me the strength of our national peers that even though they were offered one month of paid vacation, have worked and continue to, without a rest. I'll take their positivism which fills me with enthusiasm and energy to return and to resume the project. I'll take all the work done so far, the patients seen and the lives we've saved. And I stay with the face of the grateful father when he came to us to say goodbye with his baby on his arms, a baby who was born in the hospital the morning of the bombing.




sábado, 13 de agosto de 2016

Entre mujeres (por fin)

Ayer fui a casa de Turky, nuestro joven, inocente y complaciente cocinero. Me extendió la invitación el día antes, la cual acepté sin dudarlo, pues son pocas las ocasiones que tengo de salir de las cuatro paredes que me rodean. No guardaba grandes expectativas e imaginé una tarde tomando café con su familia, poco más. Sin embargo, mi mentalidad occidental me traicionó una vez más.

La casa de Turky se encuentra a 100 metros de la nuestra, y consiste en un edificio de una planta rodeado de un muro de cemento, con el fin de mantener, como ocurre con la mayoría de las viviendas de los países musulmanes, la privacidad lejos de toda mirada extraña. Otro muro divide el edificio en su interior, separando la zona de mujeres de la de hombres. Nosotros accedimos por la parte trasera, para llegar directamente a la zona de las mujeres.

La entrada daba a un pequeño patio con suelo de arena sin más decoración que una escalera de madera apoyada sobre el muro, y una cama de hierro pegada a la pared, la cual hacía la función de sofá. Aquí estaba su madre, una señora de unos 50 años, vestida con colores llamativos (para mi gran asombro) y cubierta por un velo que dejaba al descubierto su cara envejecida por el trabajo y el sol. Me saludó efusivamente, y de unas maneras que me hicieron sentir como si acabara de llegar a la casa de alguna amiga en un pueblecito andaluz.

Tras saludar a la madre, pasamos al interior, a una habitación cuyo único mobiliario eran otras dos camas, en una de las cuales se encontraba la hermana mayor de Turky, amamantando a su bebé. En el suelo, sobre la alfombra, dos hermanas menores que charlaban entre ellas se levantaron rápidamente para saludarme y acomodarme sobre la segunda cama. Antes de que pudiera abrir la boca con el fin de agradecerles la invitación, colocaron un cojín detrás de mi espalda, un vaso de agua en una mano, y un plato lleno de dulces en la otra. Al fondo podía ver a Turky sonriendo de la emoción y alejándose poco a poco hasta desaparecer del todo mientras me rogaba, en su pobre inglés, que no me fuera antes de las siete de la tarde. En ese momento eran las dos y media de la tarde y mi falta de experiencia en la vida social yemení me impedía imaginar lo que serían cuatro horas y media entre mujeres con las cuales a penas podía comunicarme. Pronto descubriría que mi rol en el evento era pasivo hasta el extremo.

Una vez sola con las mujeres, la madre de Turky entró en la habitación con un ramillete de Qat, una planta que los yemenís mastican hasta el anochecer y cuyos efectos son, entre otros, hiperactividad y falta de sueño. Yo la había probado antes, por mera curiosidad, pero poco atraída por algo que me va a impedir disfrutar de uno de los pocos placeres gratuitos de la vida: dormir. De nada sirvió mi negativa, pues la madre me abrió literalmente la boca e introdujo con gran decisión las hojas de Qat entre mis encías y dientes, de manera que no me dio tiempo a reaccionar.

Entonces empezaron a llegar más mujeres. Primero una chica que traía un bote de henna entre las manos, algunas niñas, mujeres que se sentaban a mi lado, otras en el suelo, charlaban entre ellas, me miraba, se reían… e intentábamos comunicarnos con mis tres palabras árabes y las tres suyas en inglés. A medida que iban llegando, se quitaban el velo y yo podía mirar maravillada la belleza exótica de estas mujeres, cuyos gestos y expresiones en nada las diferenciaba de las occidentales. Y pensé en lo terrible que es velo en cuanto que las priva de toda humanización, convirtiéndolas en puntos negros cuya barrera personal crece inaccesible e impide toda comunicación en un sentido u otro. Pero agradecí al mismo tiempo ser mujer en este entorno tan hostil para ellas, pues de cualquier otra manera nunca habrían descubierto sus caras y yo no habría podido disfrutar de la cercanía que ofrece la comunicación de los gestos.

Como si hubieran estado esperando al momento oportuno en el que se rompe el hielo, me quitaron de pronto y, por fin, el vaso de agua y el plato de dulces de las la manos y me pidieron sentarme en el suelo, frente a la chica que traía el bote de henna, Aisha. Entonces, tuvo lugar el comienzo de una sesión en la que por primera vez pude sentir lo que es ser muñeca en manos de un grupo de niñas ansiosas por transformarla.

Durante una hora, Aisha dibujó sobre mi brazo y con una agilidad asombrosa, formas redondas y perfectas, como si éstos hubieran estado diseñados tal cual en su imaginación previamente. Cuidaba cada detalle y aunque, unas veces la madre, otras la hermana, le daban indicaciones, ella hacía caso omiso y seguía con su labor concentrada como si se tratara de un cuadro.

Siguieron llegando más y más mujeres, vecinas, compañeras del colegio,… algunas de mayor edad, amigas de la madre. Me sacaron de la habitación, para sentarme en el sofá-cama que se encontraba en el patio y trajeron las otras dos camas del interior, para que todas ellas pudieran sentarse a mí alrededor, creando un ambiente festivo cuyo espectáculo de fondo era yo.

Allí sentada, apoyada en la pared, mientras las más jóvenes seguían dibujando mis brazos, manos, pies, y decorando mi cabeza… me llenaba de gozo mirando a mi alrededor por el momento que tenía el privilegio de estar disfrutando. Aunque por momentos me sentí muñeca en mano de niñas, al mismo tiempo, adoptar este rol, me permitió observar las relaciones de las mujeres entre ellas mismas, con las de más edad a un lado y las de edades medianas a otro. Y recordé lo que una compañera me dijo una vez: es en estas reuniones donde las madres observan a las jóvenes y donde las jóvenes muestran más que nunca sus buenos modales, pues de la valoración que reciban de las primeras, dependerá su destino casadero.

Ahora, cuando por la tarde salgo de la oficina para volver a casa, un grupo de niñas me espera para cogerme de la mano, hablar y jugar. Y yo, satisfecha de haberme ganado su aceptación, llego a casa con una gran sonrisa.

jueves, 4 de agosto de 2016

Un viaje a través de las montañas (A trip through the mountains: Translated into Eglish below)


Uno de los eventos que celebro como una niña a la que llevan a un parque de atracción es hacer el trayecto de seis horas en coche, que lleva desde Abs, donde se encuentra el proyecto en el cual trabajo, a Sanaa, la capital de Yemen.

Abs es un pueblecito de carretera que se encuentra a 20 kms de la costa oeste, cuyas aguas no vemos ni llegaremos a ver nunca, ya que es una de las zonas bombardeadas por la coalición árabe.

Estamos en medio del desierto. No hay un árbol, un río, ni ningún otro accidente natural que impida al viento huracanado apoderarse del territorio que nos rodea. Una nube de polvo  hace invisible cualquier objeto que se encuentre a más de dos metros de distancia, convirtiendo el velo de la mujer en una necesidad más que en una obligación. Sin embargo, en la época de lluvias, que comenzó hace unas semanas, el decorado que nos envuelve se transforma; El cielo se vuelve azul, la tierra roja y la atmósfera limpia y transparente regalan a la vista un paisaje idílico donde montañas lejanas parecen haber caído del cielo por el capricho de algún ente supremo, como si quisieran romper con la llanura que domina y con toda proporción.

En esas montañas nos adentramos para poder llegar a Sanaa, situada a 2.200 metros de altura, hacia el interior. Así, durante el primer tramo del viaje, una carretera en bastante buenas condiciones, recta como el palo de una escoba y fruto de la financiación árabe (por paradójico que pueda parecer), nos lleva por una planicie desértica salpicada aquí y allá por casas tradicionales con techos de pajas, mujeres envueltas en coloridos pañuelos, niños guiando su rebaño de corderos o campesinos montando en burro, creando un ambiente maravillosamente pintoresco. A lo lejos, en ningún momento se deja de divisar la grandiosa cordillera de montañas, cuya presencia parece querer recordar el poderío que representan en todo el país. Surgen de la nada al final del desierto, y el ambiente nebuloso que las envuelve, más denso a medida que alejamos la vista, crean un aspecto mágico, pues tras las montañas que se encuentran en el primer plano, se encuentran otras de más altura, y tras éstas, otras aún más altas, y así sucesivamente, hasta que desaparecen del todo en medio de la niebla.

Tras una hora de trayecto, comienza el ascenso, con el consecuente cambio de paisaje. Lo que antes era una carretera recta, se convierte ahora en una sucesión de curvas pronunciadas que ponen a prueba las habilidades del conductor a la hora de esquivar obstáculos imprevistos. Lo que antes era un paisaje dominado por el color tierra, comienza a transformarse en otro donde el verde destaca sobre el resto. Por otro lado, a mayor altura, mayor presencia de una de las obras de ingeniería que menos daño han hecho a la naturaleza; terrazas escalonadas que facilitan el terreno utilizable para la agricultura. Éstas se vuelven espectaculares a mayor altura, pues parece inconcebible la proporción de las mismas y la capacidad humana de adaptar el entorno a su necesidad, abarcando extensiones inimaginables.

Otro de los hitos que despertarían la admiración de cualquier viajero inquieto, son los castillos edificados sobre muchas de las cimas. En su mayoría destruidos por el paso del tiempo, llevan a uno a retroceder siglos atrás, e imaginar épocas mejores para este pueblo castigado por las constantes invasiones extranjeras. Bajo éstos, se encuentran pequeñas poblaciones, aún habitadas y cuya arquitectura clásica se mezcla con otras de más reciente construcción.

Hay dos cosas, en medio de toda esta belleza natural, que le hace a uno volver a la realidad en la que el país se encuentra inmerso: Por un lado se trata de los continuos check-points, casetas construidas a base de restos oxidados, situados a lo largo de la carretera, y en los que hombres, y también niños, armados y con aspecto de pocos amigos, controlan el paso de cualquier vehículo, en busca de algo que seguramente ni ellos mismos entienden. Por otro lado, es común encontrar mujeres, niñas e inválidos, sentados en medio de la carretera, sobre los baches, que aprovechan el freno del vehículo, para mendigar cualquier cosa que el viajero les pueda proporcionar. Esta forma de mendigar aumenta a medida que uno se acerca a alguna población, recordándote que la solidaridad disminuye y la desigualdad aumenta cuando los recursos son mayores.

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One of the events I celebrate as a girl who is taken to a park attraction, is making the six hour drive trip, leading Abs, where the project in which I work is located, to Sana’a, the capital of Yemen.

Abs is a small road village located 20 km from the west coast, whose waters we do not see and we will never see, as it is one of the areas bombed by the Arab coalition.

We are in the middle of the desert. There is not a tree, river, or any other natural accident that prevents the windstorm seize the territory in which we are located. A cloud of dust makes invisible any object that is more than two meters away, turning the veil of women in a necessity rather than an obligation. However, during the rainy season, which began a few weeks ago, the scenery that surrounds us is transformed; The sky turns blue, the land, red and the clean and transparent atmosphere provides you with the gift of an idyllic landscape where distant mountains seem to have fallen from the sky at the whim of a supreme being, as if to break the plain and all proportion that dominates.

Through these mountains we pass in order to reach Sana’a, located 2,200 meters high, inward. Thus, during the first leg of the journey, a road in fairly good condition, straight as a broomstick, and as the result of the Arab funding (as paradoxical as it may seem), lead us through a plain desert dotted here and there by traditional houses with straw roofs, women wrapped in colorful scarves, children guiding his flock of sheep or peasants riding on a donkey, creating a wonderfully quaint atmosphere. In the distance, at no time ones stop to spot the magnificent mountain range whose presence seems to want to remember the power they represent across the country. They come out of nowhere at the end of the desert, and the hazy atmosphere that surrounds them, becomes denser as you look farther, creating a magical aspect; behind the mountains that are in the foreground, there are other more height, and after them, others still higher, and so on, until they disappear completely in the fog.

After an hour of journey, begins the ascent, with the consequent change of scenery. What before was a straight road now becomes a series of switchbacks that test driver skills in avoiding unforeseen obstacles. What before was a land dominated by the color of sand, it begins now to transform into another where the green stands above the rest. On the other hand, as ones go higher, there is a stronger presence of one of the engineering works that have done less damage to nature; stepped terraces that facilitate the use of land for agriculture. These become more spectacular as one goes higher, as it seems inconceivable the proportion of them and the human ability to adapt the environment to their needs, covering unimaginable extensions.

Another milestone that would arouse the admiration of any restless traveler, are the castles built on many of the peaks. Mostly destroyed by the passage of time, they lead you back to centuries ago, and imagine a better time for these people punished by constant foreign invasions. Under these, there are small villages still inhabited and whose classical architecture blends with other more recent construction.

There are two things amid all this natural beauty that makes you come back to the reality in which the country is immersed: On the one hand it is the continuous check-points, huts built of rusty remains, located along the road, and in which armed men, and children, with unfriendly looks, control the passage of any vehicle, looking for something that surely even themselves don’t understand. On the other hand, it is common to find women, children and invalids, sitting in the middle of the road, over bumps, leveraging the vehicle brake, to beg for anything the traveler can provide. This form of begging increases as one approaches the towns, reminding that solidarity decreases and inequality increases when resources are greater.