Que la República Centroafricana es un país cuyo contexto es difícil de explicar, en su globalidad, está claro para cualquiera, incluso para aquellos que han vivido aquí un tiempo considerable. Pero cuando se intenta explicar a nivel local, el asunto se complica aún más.
Nosotros concretamente
estamos en un entorno en el que “conviven” musulmanes y cristianos, pero entender
este conflicto como una cuestión religiosa sería, de nuevo, una simplificación
casi ofensiva. Al final, se trata de una cuestión de poder y control (de
territorio, materias primas, recursos,…) por parte de grupos armados, los
cuales están apoyados y subvencionados por unos países y otros. La cuestión de
la religión resulta la excusa perfecta para reclutar en un bando y otro,
reagrupar, y simplificar.
Pues bien, en un entorno tan
hostil como éste, en el que existe un absoluto abandono desde el punto de vista burocrático, educacional, de seguridad…, las probabilidades de que
uno de estos grupos armados haga uso de la fuerza para hacer notar su presencia
y control, es obvia.
Ocurrió hace dos semanas, aunque
la tensión era latente desde antes. El detonante fue el robo de unas motos
por parte de uno de los grupos. Puede ser también que, aprovechando que
acabábamos de pagar los salarios, se beneficiaran del caos que impera cada vez
que hay ataques armados entre los grupos, para entrar en las casas y recolectar
dinero fresco. Nunca lo sabremos. Lo que si supimos, y vivimos, fueron las
consecuencias de este enfrentamiento: 34 muertos y miles de desplazados
(desplazados locales, y desplazados de los ya desplazados de los campos de
desplazados).
Todo esto ocurre en cuestión
de horas. Por la mañana, comienzas a ver a mujeres con cubos llenos de
pertenencias sobre la cabeza, seguidas de sus pequeños y dirigiéndose a algún
lugar: al hospital, al compound de alguna ONG, o al bosque. Cualquier sitio
fuera de sus hogares, pues lo más probable es que, si se desata el conflicto,
les roben todo lo que tienen, les quemen las casas, violen a las mujeres y
quizás, maten a alguno de sus miembros.
A veces, este desplazamiento
puede ser simplemente una medida preventiva ante un rumor que se queda solo en
eso, en un rumor. Pero en principio, es un indicativo de que algo puede
estallar. Y eso fue lo que ocurrió.
No duró más de un día pero
las consecuencias, de nuevo, permanecen durante semanas. Nuestro hospital, una
semana después, sigue abarrotado de, sobretodo, mujeres y niños. 15.000
personas en total. Han construido de manera improvisada tiendas para que,
cuando llueva (estamos en periodo de lluvias), no se les empape lo poco que
tienen. Son plásticos que han podido recoger de algún lado, de alguna donación.
El suelo se embarra, por lo que resulta imposible dormir. De pronto nuestro
hospital se ha convertido en un campo de desplazados, donde las mujeres lavan
la ropa y concinan, los hombres venden lo poco que han podido recoger del campo durante el
día, los niños juegan tirados en el suelo….
Por nuestra parte, el reto
está en mantener un mínimo de salubridad dentro del hospital, con el fin de evitar
la propagación de enfermedades como el cólera o la rubeola (transmisibles a la velocidad del rayo cuando hay tales aglomeraciones de personas). Construir duchas y letrinas
con el apoyo de otras organizaciones. Mantener un cierto orden dentro del
compound para que, en caso de emergencia, los coches puedan circular. Proveer
de agua a los desplazados. Aprovechar la aglomeración para vacunar a los
menores.
Y esperar… esperar a que todo vuelva a la normalidad y la población se sienta segura de volver a sus hogares, pues en este tipo de situaciones, ya no son solo los grupos armados los que sacan provecho,
sino también los propios locales, delincuentes, que aprovechando que las casas
están vacías, roban todo lo que pueden y no tienen ningún reparo en utilizar la violencia.
Y así viven, día tras día, asumiendo lo que les ha tocado vivir, bajo la impredecibilidad y el abandono más absoluto.Y pocas esperanzas.
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