
Antes de nada…. qué hace una trabajadora humanitaria en la ciudad
de los rascacielos, del consumismo más acérrimo y del “todo lo más grande”? La
organización se estableció en Abu Dhabi hace veinte años como oficina de
recaudación de fondos. Luego, durante todos estos años fue evolucionando hasta
establecerse en Dubái y convertirse en un centro de operaciones para las
misiones en el terreno, ya que está estratégicamente situada entre Yemen, al
sur; Irán al norte; Afganistán y Pakistán, al este; y Syria, Irak, Líbano y
Palestina, al oeste.
Pues bien, aquí estoy, en la octava planta de un pequeño aparta-
hotel a la espera de obtener la documentación necesaria (visa, residencia,
cuenta bancaria…) que me permita alquilar un apartamento como dios manda. Pero
Dubái es Dubái, y aunque me emplea una ONG, a nivel de estándares, lo que aquí
se entiende por “barato” en España estaríamos hablando de un hotel de “cinco
estrellas”, así que no me voy a quejar.
Desde que llegué, una de las cosas que más han llamado mi
atención, a parte de lo futurista de la ciudad a lo “Black Rain”, es que no se
ve contraste entre ricos y pobres, porque no hay pobres. No se ve contraste
entre sucio y limpio, porque no hay sucio. Y tampoco se ve contraste entre
viejo y nuevo, porque no hay viejo. Es como si la ciudad quisiera dar la
espalda, con descaro y a conciencia, a un orden establecido y asumido por la
mayoría de los mortales, para demostrarle al mundo que, si se quiere, se pueden
hacer mejor las cosas.
Pero claro, ayuda el hecho de que Dubái no se rige por un sistema
democrático y burocrático, sino por uno de gestión autocrático, en el que el
Sheikh es el jefe y esto, su empresa. En ésta, él hace y deshace a su gusto,
gracias a los millones y millones adquiridos a lo largo de los años a través
del petróleo (ya agotado), el comercio y a una buena gestión e inversión de los
beneficios. En Dubái no hay leyes sino normas. Si las respetas, bien, si no,
fuera.
No solo lo inmaterial transmite orden y corrección, también la
gente. En el metro, en la calle, en el ascensor… todo el mundo se dirige a ti
con amabilidad y respeto. Me dicen que el temor de los trabajadores
(especialmente los de ingresos bajos) por que los deporten es tal, que ponen
especial esmero en su atención al cliente. Esta amabilidad, parece, se acaba
contagiando a toda la población, de manera que no oyes a nadie gritar o hablar
violentamente. De hecho, después de solo dos semanas aquí, ver esto ahora me
resultaría chocante. Dicen que los locales, “dubainos”?, también son amables,
pero no he tenido aún la suerte de conocer a ninguno. Ellos suponen solo el 10%
de la población total (aproximadamente) y deben de tener mucho, mucho dinero…
así que seguramente me habré cruzado con alguno de sus Laborghinis,
pero jamás los veré caminar.
Lo que me gusta de Dubái es que hay nacionalidades para todos los
gustos, pero sobre todo muchos filipinos, indios y pakistaníes. Los trajeron
los ingleses cuando Dubái, bajo protectorado inglés, empezó a descubrir su
propio potencial, y vio que necesitaba mano de obra para desarrollarlo. También
hay iraníes, que fueron los que enriquecieron, antes de que llegaran los
rascacielos, el comercio. Gracias a ellos, aún se pueden ver de las
pocas arquitecturas que quedan de antes del desarrollo de la ciudad, esto es,
sus mezquitas, que se caracterizan por estar cubiertas por azulejos preciosos
de mil colores.