Llegué a Juba el jueves 24 de septiembre en un trayecto que me llevó de Bruselas a Amsterdam, luego a Nairobi en un vuelo nocturno y finalmente a Juba, la capital de Sudán del Sur.
He estado en varios aeropuertos africanos, pero sentía una enorme curiosidad por saber cómo sería el de un país recién salido de su tercera guerra civil. Y no me decepcionó, de hecho me recordó al de la película Casablanca en el mítico momento cuando Hamphrey Bogart se despide de Ingrid Bergman. En una misma habitación cuadrada se hacía la cola para pagar el visado, se veía llegar las maletas facturadas y la persona que venía a recogerte podía acceder a ti sin ningún tipo problema, lo cual no está nada mal cuando debes esperar casi dos horas para recibir la autorización de entrada en el país y temes que todo lo demás se haya evaporado para cuando termines con los trámites.
En coche me llevaron directamente a la oficina. Ya
desde el avión pude ver que la capital no tenía nada que ver con cualquier otra
que hubiera visto antes. No había ni un solo edificio de más de cinco plantas,
y éstos se contaban con los dedos. Existía prácticamente una sola carretera
asfaltada, el resto eran de tierra. Luego supe que había un único cajero automático
del que sacar dinero, que al parecer nadie se atreve a usar. Esto tampoco me
sorprendió demasiado; hace 4 años que Juba es una capital de país, antes era
solo una ciudad más de una región marginada al sur de un enorme país llamado
Sudán.
Pasé todo el día en las oficinas recibiendo cantidad
de información de todo tipo, desde la situación social y política hasta cosas
más concretas relacionadas con mi proyecto y mi trabajo en él.
A la mañana siguiente volví al aeropuerto ya que
desde allí cogería mi vuelo a Yambio, la capital del Estado de Western Equatoria, situada al sur del país y en el que se desarrollaba el proyecto al que yo me iba a incorporar. Un médico de origen asiático muy divertido que había conocido la noche anterior me advirtió con todo lujo de detalles cada uno de los pasos que debía seguir para conseguir, sin morir en el intento, entrar en la avioneta que el World Food Programme ha cedido al personal humanitario para los traslados dentro del país. Yo resumí su consejo en “empuja todo lo que puedas a cualquiera que esté delante tuya y acércate lo máximo posible a la puerta que da acceso a las pistas de despegue”. Para cualquier aeropuerto, pueden parecer instrucciones un poco básicas, pero teniendo en cuenta el tamaño de éste, resultó ser literalmente así. Me ahorré la parte de empujar colocándome detrás de un tipo enorme con gorro, enchaquetado y que parecía bastante respetado por el personal.
La sala de espera del aeropuerto, otra habitación
cuadrada con acceso directo a la pista, era una de las más interesantes y entretenidas en las que he estado en mi
vida. Se veía mucha gente local pero también, como es lógico teniendo en cuenta el
lugar en el que estamos, mucho personal humanitario. A éstos se les mira con
cierta curiosidad, como si se tratara de animales exóticos mientras te preguntas
“Y a ti ¿qué te trajo hasta aquí?”. Entre los africanos que estaban también esperando
embarcar se podía observar, sin necesidad de tener gran conocimiento previo del
país, la mezcla de etnias presentes allí. Los más impresionantes son los altos,
esbeltos, con una piel caoba brillante preciosa y nariz afilada (luego supe que
éstos proceden de las tribus Dinkas, Shiluk y Nuer).
La experiencia en avioneta fue de las más emocionantes
que he vivido hasta ahora. Un poco a lo Memorias
de África, sobrevolamos el Nilo rumbo a Yambio. He leído tantas novelas con
este mítico río como telón de fondo, que casi se me saltan las lágrimas de la
emoción observándolo desde allí arriba. Pilotó el avión una mujer de origen
africano y con una actitud que bien podría encajar en el equipo de Top Gun, pero quitando el momento en el
que vi al copiloto viendo videos musicales con su móvil ajeno a nuestro entorno
aéreo, no sentí ningún peligro por mi vida. El aterrizaje fue también
espectacular, en una pista de ese rojo intenso que caracteriza a tantos
paisajes africanos, todo rodeado de arbustos y árboles verdes. Esta vez no
había si quiera un cuartito en el que abrir una puerta para salir. Tras descender
del avión, accedías directamente a los pacientes recibidores con sus coches,
listos para llevarte a donde necesitaras.
La llegada al compaund
fue agradable. Me habían ya avisado de que mi puesto necesitaba ser cubierto
urgentemente (desde hacía dos meses), ya que era el logista el que había estado
realizando ese trabajo y no daba abasto. Además, al ser un proyecto pequeño, y
por tanto, con pocos trabajadores (5 expatriados y unos 60 locales), cualquier
nueva llegada es celebrada con gran expectación. Los expatriados son, sin
contar conmigo, Manuel de Madrid, logista, Bernadette de Austria, antropóloga,
Jerome de Ruanda, enfermero y Benjamin de Kenya, Field Coordinator. El personal
local está compuesto por los chóferes, cocineros, asistentes, guardias y
técnicos. Hasta el momento, todos me parecen acogedores, respetuosos y atentos.
El compound está estratégicamente situado algo a las
afueras del centro de Yambio, con acceso directo a la carretera principal. Por
dentro está dividido en la zona de trabajo (oficinas, aparcamiento y talleres)
y la de vivienda (dormitorios, baños, cocina, comedor…). El entorno es bucólico,
y exceptuando el ruido del helicóptero del WFP que sobrevuela dos veces al día
la región, el sonido de fondo lo protagonizan principalmente pájaros y bichos variados. Esta paz choca con
la realidad general del país y de la región, que poco a poco los compañeros me
van contando. El más mínimo incidente puede desembocar en un auténtico
conflicto armado con las consecuentes muertes. La falta de predictibilidad hace
que todo el mundo, personal local y humanitario, esté en cierto modo siempre
alerta para tomar las medidas necesarias. En el caso del personal local, tan
pronto como se empiezan a oír disparos, cogen lo que pueden de sus pertenencias
y se adentran en el bosque. El personal humanitario no está amenazado directamente, pero
igualmente todas las medidas de seguridad son puestas en marcha en caso de
necesidad.
Hasta agosto, cuando los incidentes comenzaron, a esto
se le conocía como “Yambio Paradise”. Se podía salir a correr a lo largo del
río, ir a tomar unas cervezas hasta las 12 de la noche… Sin embargo, desde
los incidentes todo cambió, de manera que ahora no está permitido salir del
compound si no es por motivos laborales, en coche, y nunca hasta más tarde las
de las 6 de la tarde. Hay incluso un toque de queda implantado por el gobierno
local para la población de Yambio, que es a las 10 de la noche. Puedo por tanto
considerarme afortunada cuando ayer Manu, mi compañero logista, me pidió que le
acompañara al mercado a comprar algunas cosas para la cocina. He oído muchas
veces, y lo comparto, que la mejor manera de conocer una ciudad es visitando su
mercado, así que estaba ansiosa por ir allí.
En las calles el conflicto no se percibe, la gente
hace su vida normalmente, y si algo me llamó más la atención fue el hecho de
que el número de hombres superaba visiblemente al de las mujeres. No era un
mercado bullicioso, en parte porque éste suele estarlo por las mañana, y
nosotros llegamos después de comer pero también porque tras el conflicto, el
precio de algunos productos se volvió excesivamente elevado para la mayoría de
la población. Mucha gente va en bici, incluso algunas mujeres ataviadas con sus
vestidos tradicionales, lo cual mostraba una pintoresca imagen. Otro medio de
transporte bastante común son las motos, pero como ya lo había visto antes en Ghana y
Senegal, no me sorprendió, excepto por el hecho de que todas eran
iguales y parecían bastante nuevas (según me contó Manu, son de fabricación
china, como tantísimas cosas en este continente). Por último, además de coches,
también se ven unos carros tirados por motos, para transportar mercancía o incluso
gente. Nos paramos en un puestecillo para tomar un té que resultó ser
delicioso. La influencia árabe ha hecho que las especias estén presentes en
muchas de las cosas que cocinan, así que el té que yo tomé llevaba menta y
canela.
En el mercado se puede encontrar tabaco, productos de
higiene o prendas de vestir, como en cualquier otro. Lo que me llamó más la
atención (yo me imaginaba comiendo arroz con pollo durante 6 meses) fue la gran
variedad de alimentos; verduras, frutas, hortalizas, carne, legumbres… de una
calidad y sabor que mucho dejan que desear a los de Europa… una pena que la
cocinera de nuestro compound se empeñe en inundar escandalosamente nuestro
platos con litros y litros de aceite!
Esta agradable visita al mercado se estropeó solamente
al final, cuando ya montados en nuestra furgoneta para volver, vimos que pasaba
un camión cargado de militares con gorras rojas y armados. Según me explicó
Manu son la élite fuerte del ejército. Esta imagen la he visto muchas veces en
los telediarios, y en noticias relacionadas con una guerra, así que la
impresión que dan al verlas en vivo no resulta nada grata. Cuando volvimos al
compound, Benjamin nos contó que el gobernador acababa de nominar los nuevos
ministros, lo que explicaba la inusual presencia de los militares dentro del
mercado.
A parte de mis salidas esporádicas al mercado o al
banco, o a los proyectos rurales que Bernadette visita cuatro veces a la semana
y que me ha ofrecido que acompañe (cuando el trabajo y el tiempo me lo
permitan), mi vida, laboral y personal, se desarrollará aquí dentro del
compound. Pero por ahora ésto no me preocupa demasiado; se puede correr (aunque
ahora el Parq Royal de Bruselas me parece infinito), jugar al vóley, leer,
cocinar, y hacer actividades de grupo cuando se tercie. En fin, el retiro
monacal que busqué en cierto momento en Bruselas con algunos ingredientes
extras.